TRUMAN CAPOTE
LA GANGA
(1950)
Varias cosas de su marido irritaban a Mrs. Chase. Su voz,
por ejemplo: era como si siempre estuviera pujando en una partida de póquer.
Era exasperante escuchar la apatía con que arrastraba las palabras, sobre todo
cuando hablaba con él por teléfono, como ahora, estentórea de emoción ella
misma.
—Pues claro que ya tengo uno, ya lo sé. Pero no lo
entiendes, querido..., es una ganga —dijo ella, recalcando la última palabra, y
luego haciendo una pausa para que su magia obrase efecto. Por toda respuesta
obtuvo silencio—. Oye, podrías decir algo. No, no estoy en una tienda, estoy en
casa. Viene a comer Alice Severn. Es de su abrigo de lo que intento hablarte.
Seguro que te acuerdas de Alice Severn.
Su memoria porosa era otro rasgo irritante, y aunque ella le
recordó que en Greenwich habían visto muchas veces a Arthur y a Alice Severn y
que, de hecho, les habían invitado a casa, él fingió que el nombre no le decía
nada.
—Da igual —suspiró ella—. De todos modos, sólo voy a ver el
abrigo. Que comas bien, querido.
Más tarde, cuando estaba enredando con las ondas exactas del
pelo ya retocado, Mrs. Chase reconoció que en realidad no había ninguna razón
para que su marido guardase un recuerdo perfectamente claro de los Severn. Lo
comprendió cuando trató de evocar una imagen de Alice y sólo vio una borrosa.
Ahora casi la tenía: una mujer sonrosada, larguirucha, que aún no había
cumplido los treinta años y siempre iba en una ranchera, acompañada de un
setter irlandés y de dos niños preciosos, pelirrojos tirando a rubios.
Decían que su marido bebía; ¿o era ella la bebedora? También
se les consideraba un riesgo a la hora de concederles un préstamo; al menos,
Mrs. Chase recordaba que una vez había oído hablar de deudas increíbles, y
alguien, ¿no fue ella misma?, había descrito a Alice Severn como un poco
demasiado bohemia.
Antes de trasladarse al centro, los Chase tenían una casa en
Greenwich, lo cual era una lata para ella, pues del barrio le disgustaba el
atisbo de naturaleza y prefería el pasatiempo de los escaparates de Nueva York.
En Greenwich, una y otra vez encontraban a los Severn en un
cóctel, en la estación de tren, y ahí quedaba la cosa. Llegó a la conclusión,
no sin sorpresa, de que ni siquiera eran amigos. Como ocurre tantas veces
cuando oyes hablar de repente de una persona del pasado, y de alguien conocido
en un contexto distinto, le había sobresaltado una sensación de intimidad.
Al pensarlo mejor, sin embargo, parecía extraordinario que
Alice Severn, a quien no había visto desde hacía más de un año, la llamase para
ofrecerle un abrigo de visón.
Mrs. Chase pasó por la cocina para ordenar un almuerzo de
sopa y ensalada: nunca se paraba a pensar que no todo el mundo estaba a dieta.
Llenó de jerez una licorera y se la llevó al salón. Era una habitación de un
vivo color verde cristal, algo parecido al de su gusto demasiado juvenil para
la ropa. El viento azotaba las ventanas, porque el apartamento, en un piso muy
alto, tenía una vista aérea del centro de Manhattan. Puso en el tocadiscos un
disco de un método de idiomas y se sentó en una postura nada relajada a
escuchar la voz forzada que pronunciaba cosas en francés. Los Chase proyectaban
celebrar su vigésimo aniversario de casados con un viaje a París en abril; por
eso ella había empezado las clases grabadas, y por eso también se había
interesado por el abrigo de Alice: le parecía más práctico viajar con un visón
de segunda mano; más adelante podría encargar que lo trasformasen en una
estola.
Alice Severn llegó unos minutos más temprano, una
casualidad, sin duda, porque no era una persona ansiosa, a juzgar, en todo
caso, por su modo de andar despacioso y apocado. Calzaba unos zapatos cómodos y
un traje de tweed que había conocido tiempos mejores, y llevaba una caja atada
con una cuerda deshilachada.
—Me ha alegrado tanto tu llamada esta mañana... Cielo santo,
hace siglos, pero claro, ya nunca vamos a Greenwich.
Aunque sonriente, su invitada guardó silencio y Mrs. Chase,
que había adoptado un estilo efusivo, se quedó algo cortada. Cuando se
sentaron, fijó la mirada en la mujer más joven y se le pasó por la cabeza que
si se hubieran encontrado por azar quizás no la habría reconocido, no porque
tuviese un aspecto muy distinto, sino porque cayó en la cuenta de que nunca
había
mirado a Alice de cerca, lo cual se le hacía raro, porque no
era una mujer que pasara inadvertida. Si hubiera sido menos alargada, más
compacta, se la podría pasar por alto, comentando quizás que era atractiva. Aun
así, con su cabeza pelirroja, la sensación de lejanía en los ojos, su cara
pecosa y otoñal y sus manos fuertes y descarnadas, emanaba una distinción que
no dejaba indiferente.
—¿Un jerez?
Alice asintió y su cabeza, en precario
equilibrio sobre su cuello delgado, era como un crisantemo demasiado pesado
para su tallo.
—¿Una galleta? —le ofreció Mrs.Chase, observando que una
persona tan flaca y estirada debía de comer como una lima. La cicatería de la
sopa y ensalada le produjo un escrúpulo súbito, y dijo la siguiente mentira—:
No sé qué estará preparando Martha para el almuerzo. Ya sabes lo difícil que
escuando no te avisan con tiempo.
Pero dime, querida, ¿qué tal por Greenwich?
—¿Greenwich? —dijo Alice, parpadeando, como si una luz
imprevista hubiera destellado en el cuarto—. Ni idea. Hace tiempo que no
vivimos allí, unos seis meses o más.
—¿Ah? —dijo Mrs. Chase—. Ya ves lo atrasada que estoy.
¿Dónde vives entonces, querida?
Alice Severn levantó una de sus manos huesudas y patosas y
la agitó en dirección a las ventanas.
—Por ahí —dijo, singularmente.
Su voz era clara, pero tenía un deje exhausto, como si
estuviese pescando un resfriado—. En el centro, me refiero. No nos gusta mucho,
sobre todo a Fred.
Con una entonación muy suave, Mrs. Chase dijo: «¿Fred?»,
porque recordaba perfectamente que el marido de Alice se llamaba Arthur.
—Sí, Fred, mi perro, un setter irlandés, debes de haberlo
visto.
Está acostumbrado al espacio y el apartamento es muy
pequeño, una sola habitación, en realidad.
Malos tiempos estaban viviendo los Severn si vivían todos en
un cuarto. Curiosa como era, Mrs. Chase se contuvo y no hizo preguntas al
respecto. Probó el jerez y dijo:
—Claro que me acuerdo de tu perro ; y de los niños: de las
tres cabezas pelirrojas asomando por la ranchera.
—Los niños no son pelirrojos. Son rubios, como Arthur.
Dictó esta corrección con tanta seriedad que Mrs. Chase se
vio impelida a soltar un risita perpleja.
—Y Arthur, ¿cómo está? —dijo, aprestándose a ponerse de pie
para el almuerzo. Pero la respuesta de Alice la obligó a sentarse de nuevo. La
formuló sin alterar su expresión de plácida sencillez, y consistió solamente
en: «Más gordo.»
—Más gordo —repitió, al cabo de un momento—.
La última vez que le vi, hará como una semana, cruzando una calle, andaba casi
como un pato. Si me hubiera visto, seguro que me habría reído: siempre ha sido
muy tiquismiquis con su facha.
Mrs. Chase se tocó las caderas.
—Tú y Arthur. ¿Separados? Es algo sorprendente.
—No nos hemos separado —Movió la mano en el aire como si
estuviera rasgando una telaraña—. Le conozco desde que era una niña, desde que
éramos niños: ¿tú crees —dijo en voz baja—que alguna vez podríamos separarnos,
Mrs. Chase?
Que la llamase por su apellido pareció marcarle las
distancias; por un instante se sintió acordonada, y cuando se dirigieron hacia
el comedor imaginó que se infiltraba entre ellas cierta hostilidad.
Posiblemente fue ver las manos torpes de Alice deshaciendo a
tientas una servilleta lo que la convenció de que no existía tal cosa.
Exceptuando las frases educadas, comieron en silencio y ella
empezó a temer que no le contase la historia. Por fin:
—En realidad, nos divorciamos el pasado agosto —soltó Alice
Severn.
Mrs. Chase aguardó; luego, entre el ascenso y descenso de su
cuchara sopera, dijo:
—Qué horror. Por la bebida, supongo.
—Arthur no bebía —respondió Alice con una sonrisa agradable,
aunque asombrada—. Es decir, bebíamos los dos. Por divertirnos, no por vicio.
Era muy bonito en verano. Bajábamos al arroyo, recogíamos menta y hacíamos
cócteles, cócteles enormes en fruteros.
A veces, las noches de calor en que no podíamos dormir,
llenábamos el termo de cerveza fría, despertábamos a los niños y nos íbamos en
coche hasta la orilla: es estupendo beber cerveza, nadar y dormir en la arena.
Eran tiempos deliciosos; recuerdo que una vez nos quedamos hasta el amanecer.
No —dijo, y una idea seria le tensó la cara—, te diré. A Arthur le saco casi la
cabeza, y creo que esto le fastidiaba. Cuando éramos niños él pensaba que
crecería más que yo, pero no lo hizo. Detestaba bailar conmigo, y eso que le encanta
bailar. Y le gustaba estar rodeado de un montón de gente, pequeñajos con voces
agudas. Yo no soy así, yo prefería estar los dos solos. En estas cosas yo no le
satisfacía. Pues bueno, ¿te acuerdas de Jeannie Bjorkman? Aquella de rizos y
cara redonda, más o menos de tu altura.
—No —dijo Alice, pensativa—. Jeannie no es un espanto.
Éramos muy buenas amigas. Lo raro es que Arthur siempre
decía que la detestaba, pero entonces yo intuí que siempre había estado loco
por ella, desde luego ahora lo está, y también los críos. En cierto modo no
quiero que ella les guste a los niños, aunque debería alegrarme de que sea así,
puesto que tienen que vivir con ella.
—¡No me digas que tu marido se ha casado con esa chica
espantosa!
—En agosto.
Mrs. Chase, tras hacer una pausa para proponer que tomaran
el café en el salón, dijo:
—Es vergonzoso que vivas sola en Nueva York. Por lo menos
deberías tener a los niños.
—Arthur quería quedárselos —dijo Alice, con sencillez—. Pero
no estoy sola. Fred es uno de mis mejores amigos.
Mrs. Chase hizo un gesto de impaciencia: no le gustaban las
fantasías.
—Un perro. Es un disparate. Sólo te puedo decir que eres una
insensata: si un hombre intentara pisotearme, saldría con los pies
despedazados. Supongo que ni siquiera habéis acordado que él debe —vaciló—...
que él debería contribuir.
—No lo entiendes, Arthur no tiene dinero —dijo Alice, con la
consternación de un niño que ha descubierto que los mayores, a fin de cuentas,
no son muy lógicos—. Hasta ha tenido que vender el coche y va y vuelve de la
estación andando. Pero verás, creo que es feliz.
—Lo que tú necesitas es un buen pellizco —dijo Mrs. Chase,
como si se dispusiera a ponerlo en práctica.
—El que me preocupa es Fred. Está acostumbrado a tener
espacio, y una sola persona deja pocos huesos. ¿Crees que cuando termine mi
curso encontraré un trabajo en California? Estoy estudiando en una academia,
pero no soy un relámpago, sobre todo en mecanografía, es como si mis dedos la
odiaran. Supongo que es como tocar el piano, que hay que aprender de pequeño
—Se miró inquisitivamente las manos, suspirando—. Tengo una clase a las tres;
¿te importa que te enseñe el abrigo?
Era de esperar que el aire festivo de unas cosas saliendo de
una caja alegrase a Mrs. Chase, pero cuando vio la tapa retirada la invadió una
desazón melancólica.
—Era de mi madre.
Que debió de usarlo
sesenta años, pensó Mrs. Chase, mirándose al espejo. El abrigo le llegaba a los
tobillos. Frotó con la mano su piel deslustrada, raída, y la notó mohosa,
rancia, como si hubiese estado en un desván a la orilla del mar. Hacía frío
dentro del abrigo, estaba tiritando, y al mismo tiempo un arrebol le calentó la
cara, porque en aquel mismo momento advirtió que Alice estaba mirando por
encima de su hombro y en su cara había una expectación demacrada, indecorosa,
que no tenía antes. En materia de compasión, Mrs. Chase hacía economías: antes
de darla tomaba la precaución de atarle una cuerda, por si acaso neces itaba
recuperarla.
Al mirar a Alice Severn, sin embargo, fue como si la
hubieran cortado la cuerda, y por una vez se topó de lleno con las obligaciones
de la compasión. Así y todo se resistió, en busca de una escapatoria, pero
entonces sus ojos chocaron con los de la otra y vio que no había ninguna.
Rememorar una palabra del curso de idiomas la ayudó a formular una determinada
pregunta:
—Combien? —dijo.
—No vale nada, ¿verdad?
Había confusión en este interrogante, no franqueza.
—No, nada —dijo la otra en tono cansino, casi socarrón—.
Pero puede que le encuentre alguna utilidad.
No volvió a preguntar; era obvio que parte de su obligación
consistía en fijar el precio ella misma.
Todavía arrastrando el burdo abrigo, fue hasta un rincón del
cuarto donde había un escritorio y, escribiendo a tirones rencorosos, rellenó
un cheque contra su cuenta corriente: no tenía intención de que su marido se
enterase. Lo que más despreciaba Mrs. Chase era el sentimiento de pérdida; una
llave fuera de su sitio, una moneda cayendo al suelo aceleraban su conciencia
del robo y de las estafas de la vida. Una sensación similar la embargó cuando
entregó el cheque a Alice Severn, que lo dobló y lo guardó sin mirarlo en el
bolsillo del traje. Era por un importe de cincuenta dólares.
—Querida —dijo Mrs. Chase, abatida por una falsa inquietud—,
tienes que llamarme por teléfono para decirme cómo van las cosas.
No debes sentirte sola.
En cambio, cogió una mano de Mrs. Chase y le dio unas
palmadas, como si estuviera premiando con suavidad a un animal, a un perro. Al
cerrar la puerta, Mrs. Chase se miró la mano y se la acercó a los labios. El
tacto de la otra mano perduraba en ella, y se quedó esperando a que se
disipara: poco después, la mano se le volvió a enfriar.
[Traducción de Jaime Zulaika]
No hay comentarios:
Publicar un comentario