UNA GUITARRA DE DIAMANTES
TRUMAN CAPOTE
(1950)
El pueblo más próximo a la granja prisión está a treinta kilómetros de
distancia. Numerosos bosques de pinos separan la granja del pueblo, y es en
estos pinares donde trabajan los presos; sangran los árboles para obtener
trementina. La propia prisión está en un bosque. Para encontrarla hay que
seguir una pista roja con profundas roderas hasta que, al final, aparecen sus
muros, coronados por las alambradas caídas a modo de
parras. En su interior viven ciento nueve blancos, noventa y siete negros y
un chino. Tiene dos dormitorios: grandes barracones verdes de madera con techo
de papel embreado. Los blancos ocupan uno de los edificios, y los negros y el
chino el otro. En cada uno de los barracones hay una enorme estufa de ancha
barriga, pero los inviernos son aquí muy fríos, y cuando los pinos agitan sus
heladas ramas por la noche, y la luna proyecta su congelada luz, los presos,
tendidos en sus catres de hierro, permanecen despiertos, y los colores ígneos
de la estufa juguetean en sus ojos.
Los presos cuyos catres están más cerca de la estufa son los más
importantes: aquellos que son admirados o temidos. Uno de ellos es Mr.
Schaeffer. Así le llaman, con el tratamiento de míster para denotar el especial
respeto que merece, y es un hombre alto y muy chupado. Su pelo es rojizo con
canas plateadas, y su cara comedida, religiosa; no es más que piel y huesos; se
le notan los movimientos óseos, y tiene los ojos pálidos, incoloros. Sabe leer
y escribir, y también sumar toda una columna de cifras. Cuando alguno de los demás
presos recibe carta, siempre se la lleva a Mr. Schaeffer. La mayoría de esas
cartas son tristes y quejumbrosas; a menudo Mr. Schaeffer improvisa mensajes
más animosos en lugar de leer lo que dice el papel. En el mismo barracón hay
otros dos presos que también saben leer. Pese a esta circunstancia, uno de
ellos le lleva sus cartas a Mr. Schaeffer, el cual, para devolverle el
cumplido, jamás le lee la verdad. El propio Mr. Schaeffer no recibe nunca
correo, ni siquiera por Navidad; parece no tener ningún aigo fuera de la
cárcel, y de hecho tampoco tiene ninguno en ella: es decir, nadie que sea
especialmente amigo suyo. Pero no siempre había sido así.
Un domingo invernal de hace unos cuantos inviernos, Mr. Schaeffer, sentado
en la escalera de la entrada de su barracón, estaba tallando una muñeca. Se da
mucha maña para estas cosas. Talla las muñecas por partes, y después las une
entre sí con trocitos de
alambre que saca del somier; así, se les mueven los brazos y piernas, y les
gira la cabeza. Una vez ha terminado aproximadamente una docena de muñecas, el
capitán de la granja las lleva al pueblo, en cuyo almacén las venden. De este
modo, Mr. Schaeffer gana dinero para caramelos y tabaco.
Aquel domingo, cuando estaba tallando los dedos de una diminuta mano, entró un camión en la
explanada de la prisión. Un muchacho, esposado al capitán de la granja, saltó
del camión al suelo y se quedó bizqueando, deslumbrado por el fantasmal sol de
invierno.
Mr. Schaeffer se limitó a dirigirle una mirada fugaz.
Contaba entonces unos cincuenta años, de los que se había pasado diecisiete en
la granja. Difícilmente podía interesarle la llegada de un preso nuevo.
Los domingos son días de descanso en la granja, y los demás
presos que paseaban su melancolía por la explanada se congregaron en torno al
camión. Más tarde, PickAxe y Goober pararon un momento junto a Mr. Schaeffer
para decirle algo.
—Es extranjero, el nuevo —dijo Pick Axe—. Cubano. Pero
rubio.
—Navajero, dice el capi —dijo Goober, que también era
navajero—. Rajó a un marinero en Mobile.
—A dos —dijo Pick Axe—. Pero no era más que una pelea de
bar. Y no les hizo ningún daño.
—¿Te parece poco daño el haberle cortado la oreja a uno de
los marineros? El capi dice que le han caído dos años.
—Tiene una guitarra completamente recubierta de brillantes
—dijo Pick Axe.
Estaba oscureciendo demasiado para seguir trabajando. Mr.
Schaeffer montó las diversas piezas de la muñeca y, tomándola de las manitas,
la sentó sobre sus rodillas. Lió un cigarrillo; a la luz del anochecer los
pinos adquirían un tono azulado, y el humo del cigarrillo tardaba en
desvanecerse en el aire frío y cada vez más oscuro. Mr. Schaeffer vio que el
capitán cruzaba la explanada. El nuevo preso, un jovencillo rubio, andaba en
pos de él, algo rezagado.
Los diamantes de cristal incrustados en la caja de su
guitarra lanzaban tantos destellos como un cielo estrellado, y el uniforme que
acababan de darle le venía enorme: parecía uno de esos disfraces que se ponían
los críos la noche de Halloween.
—Un encargo para ti, Schaeffer —dijo el capitán,
deteniéndose junto a los peldaños del barracón.
El capitán no era muy severo; de vez en cuando invitaba a
Mr. Schaeffer a visitarle en su oficina, y allí charlaban los dos de las cosas
que habían leído en el periódico—. Tico Feo —dijo luego, como si fuese el
nombre de un pájaro o el título de una canción—, te presento a Mr. Schaeffer.
Te irán bien las cosas si consigues caerle bien.
Mr. Schaeffer alzó la vista para contemplar
al chico, y sonrió. Le sonrió más de lo que él mismo hubiera deseado, porque
los ojos del chico eran como pedazos de cielo, azules como una noche de
invierno, y su cabello era tan dorado como los dientes del capitán.
Tenía cara de juerguista, de listo y despabilado; y,
mirándole, Mr. Schaeffer se acordó de sus épocas de vacaciones, de los buenos
tiempos.
—Se parece a mi hermanita pequeña —dijo Tico Feo, tocando la
muñeca de Mr. Schaeffer. Su voz,con acento cubano, era suave y dulce como un
plátano—. También se sienta en mi rodilla.
Mr. Schaeffer sintió de repente un ataque de timidez. Tras
saludar al capitán con una inclinación, desapareció entre las sombras de la
explanada. Y permaneció allí, susurrando los nombres de las estrellas a medida
que iban abriendo sus flores en lo alto del cielo. Le gustaban mucho las
estrellas, pero aquella noche no le sirvieron de consuelo; no bastaron para
recordarle que lo que nos ocurre a los que vivimos en la tierra carece
deimportancia contemplado desde el eterno fulgor de la eternidad. Mirándolas,
volvió a pensar en la guitarra tachonada de brillantes, en su relumbrón
mundano.
Podría decirse de Mr. Schaeffer que en toda su vida sólo
había hecho una cosa mala de verdad: había matado a un hombre. Las
circunstancias de ese crimen carecen de importancia, y sólo vale la pena
mencionar que aquel hombre merecía la muerte y que por ella Mr. Schaeffer fue
sentenciado a noventa y nueve años y un día.
Durante mucho tiempo —de hecho, muchísimos años— no había
pensado en cómo era su vida antes de llegar a la granja. Su recuerdo de
aquellos tiempos era como una casa deshabitada en la que hasta el mobiliario ha
terminado pudriéndose. Pero esa noche parecía que hubiesen encendido de nuevo
las lámparas de todas aquellas tenebrosas habitaciones muertas. Este fenómeno
comenzó a producirse en cuanto vio que Tico Feo surgía de la oscuridad con su
espléndida guitarra. Hasta ese momento no se había sentido solo. Sin embargo,
ahora que reconocía su soledad, también se sintió vivo. No había querido vivir.
Estar vivo equivalía a recordar ríos fangosos poblados de peces veloces, el
brillo del sol en el cabello de una mujer.
Mr. Schaeffer dejó caer la cabeza. El brillo de las
estrellas le humedeció los ojos.
El barracón acostumbra ser un lugar triste, con el rancio
olor de los presos y el aspecto desnudo que le dan las dos bombillas eléctricas
sin pantalla. Pero con la llegada de Tico Feo fue como si en la oscura
habitación hubiese penetrado un fenómeno tropical, pues cuando
Mr. Schaeffer regresó de observar las estrellas se encontró con una escena tan
salvaje como chillona. Sentado en un jergón con las piernas cruzadas, Tico Feo
rasgaba la guitarra con sus largos dedos ondulantes y cantaba una canción tan
alegre como el tintineo de unas monedas. Aunque la letra era en español,
algunos de los presos intentaban cantar con él, y Pick Axe y Goober se habían
puesto a bailar juntos. También Charlie y Wink bailaban, pero cada uno por su
cuenta. Era bonito oír las risas de los presos, y cuando finalmente Tico Feo
dejó la guitarra, Mr. Schaeffer acudió con otros compañeros a felicitarle.
—Te mereces esta guitarra tan preciosa —le dijo.
—Es de diamantes —dijo Tico Feo, acariciando su centelleo de
café cantante—. Antes, otra de rubíes. Pero ésa es robada. Mi hermanita pequeña
trabaja en La Habana en un..., cómo se dice, donde hacen guitarras; por eso
tengo ésta.
Mr. Schaeffer le preguntó si tenía muchas hermanas, y Tico
Feo, con una anchísima sonrisa,alzó cuatro dedos. Luego, entrecerrando los ojos
con expresión codiciosa, dijo:
—Eh, míster, ¿me da muñecas para mis dos hermanitas
pequeñas?
A la noche siguiente Mr. Schaeffer le regaló las muñecas.
Tras esto, se convirtió en el mejor amigo de Tico Feo, y siempre estaban juntos.
Y se tenían mutua consideración, en todo momento.
Tico Feo tenía dieciocho años, y había trabajado los dos
últimos en un mercante del Caribe. De pequeño había asistido a una escuela de
monjas, y de su cuello colgaba un crucifijo de oro. También tenía un rosario.
El rosario lo guardaba envuelto en un pañuelo de seda verde, junto con tres
tesoros más: un frasco de colonia Noches de París, un espejito de bolsillo, y
un mapamundi Rand McNally. Estas cosas, y la guitarra, eran sus únicas
pertenencias, y no permitía que nadie las tocara. Posiblemente fuera el mapa lo
que más apreciaba.
Por la noche, antes de que les apagaran las luces, abría el
mapa y le mostraba a Mr. Schaeffer los sitios donde había estado —Galveston,
Miami, Nueva Orleans, Mobile, Cuba, Haití, Jamaica, Puerto Rico y las Islas
Vírgenes—, así como los sitios adonde quería ir. Quería ir prácticamente a
todas partes, sobre todo a Madrid, sobre todo al Polo Norte. Esto hechizaba y a
la vez atemorizaba a Mr. Schaeffer. Le dolía pensar en Tico Feo surcando los
mares y visitando lugares lejanos. A veces miraba defensivamente a su amigo y
pensaba: «No eres más que un soñador perezoso.»
Es cierto que Tico Feo era un perezoso. Después de aquella primera noche, hasta para que tocase la guitarra había que
suplicarle.
Al amanecer, cuando uno de los guardias les llamaba para que
se levantasen, generalmente aporreando la estufa con un martillo, Tico Feo
gemía como un niño. A veces fingía encontrarse mal, sollozaba y se frotaba el
estómago; pero nunca se salió con la suya porque el capitán le mandaba siempre
a trabajar con los demás presos. Mr. Schaeffer y él fueron destinados a
trabajar juntos con un grupo que arreglaba las pistas. Era duro, porque tenían
que cavar la arcilla congelada y cargar con pesados sacos de rocas
fragmentadas. El guardián se pasaba la jornada entera gritándole a Tico Feo,
porque el joven se dedicaba sobre todo a quedarse apoyado en lo primero que se
pusiera a su alcance.
Cada mediodía, cuando les pasaban las fiambreras, los dos amigos
se sentaban juntos a comer. La fiambrera de Mr. Schaeffer contenía algunas
cosas exquisitas, pues podía permitirse el lujo de comprar manzanas y caramelos
del pueblo. Y a él le gustaba darle algunas de esas cosas a su amigo, porque su
amigo las disfrutaba tremendamente, y Mr. Schaeffer pensaba: «Aún estás
creciendo; pasará mucho tiempo antes de que te hagas mayor.»
Tico Feo no caía bien a todos los presos. Debido a que
sentían celos de él, o por motivos más sutiles, los había que contaban del
joven cosas bastante horribles. Tico Feo no parecía enterarse de nada. Cuando
los demás presos sereunían a su alrededor, y él comenzaba a tocar la guitarra y
a cantar, se le notaba que se sabía querido. La mayor parte de los presos le
querían; esperaban a que llegase la hora libre que tenían entre la cena y el
momento en que apagaban las luces, y le decían:
—Tico, toca algo.
No se daban cuenta de que, luego, reinaba una tristeza peor
que nunca. El sueño les sorteaba de un salto, como una liebre, y sus miradas se
quedaban pensativamente prendidas de los destellos del fuego que ardía tras la
rejilla de la estufa. Mr. Schaeffer era el único que comprendía el porqué de
aquella turbación, porque también él la sentía. Se debía a que su amigo había
hecho revivir los ríos fangosos poblados de peces, el brillo del sol en el
cabello de una mujer.
Muy pronto le concedieron a Tico Feo el derecho de ocupar
una cama próxima a la estufa, al lado de la de Mr. Schaeffer. Mr. Schaeffer
supo desde el primer momento que su amigo era un gran mentiroso. No esperaba la
verdad cuando Tico Feo se ponía a contar sus historias de aventuras, de
conquistas, de encuentros con personajes famosos. Más bien las disfrutaba como
simples cuentos, como los que publican las revistas, y le reconfortaba escuchar
la voz tropical de su amigo susurrando en la oscuridad.
Aparte de que no combinaban sus cuerpos ni creían tampoco
hacerlo, pese a que esta clase de cosas no hubiera sido una novedad en la
granja, eran como amantes.
De todas las estaciones, no hay ninguna tan demoledora como
la primavera: los tallos revientan la endurecida costra helada de la tierra,
las hojas abren la piel de las viejas ramas amortajadas, el dormido viento
rasga el espacio entre rebrotados verdes. Y lo mismo le ocurría a Mr. Schaeffer,
que sentía un resquebrajamiento, un desentumecimiento de los músculos
endurecidos.
A finales de enero, ambos amigos estaban sentados en los
peldaños del barracón, con un pitillo en la mano. Una delgada luna amarilla,
como un pedazo de corteza de limón, se arqueaba sobre sus cabezas, y bajo su
luz brillaban numerosas hilachas de tierra helada como plateados rastros de
caracoles. Hacía ya muchos días que Tico Feo estaba encerrado en sí mismo,
callado como el ladrón que acecha entre las sombras.
No servía de nada decirle: «Anda, Tico, toca un poco.» Se
limitaba a mirarles con ojos vidriosos, como alguien que ha inhalado éter.
—Cuenta alguna historia —dijo Mr. Schaeffer, que se ponía
nervioso y se sentía impotente cuando era incapaz de llegarle—. Cuenta lo de la
vez que fuiste a las carreras en Miami.
—Nunca fui a una carrera en Miami —dijo Tico Feo, admitiendo
así la falsedad de uno de sus más disparatados embustes, un asunto de cientos
de dólares en el que, además, conocía a Bing Crosby. Pero a él pareció darle lo
mismo. Sacó un peine y se lo pasó con gesto mohíno por el pelo. Pocos días
antes, este mismo peine había sido la causa de una tremenda pelea. Uno de los
presos, Wink, dijo que Tico Feo le había robado ese peine, y el acusado
contestó escupiéndole en el rostro. Estuvieron peleando hasta que Mr. Schaeffer
y otro preso lograron separarles.
—Es un peine mío. Tú se lo dices —le pidió Tico Feo a Mr.
Schaeffer. Pero, con tranquila firmeza,
Mr. Schaeffer dijo que no, que el peine no era de su amigo, y esta
respuesta pareció derrotar a todas las partes implicadas.
—Bueno —dijo Wink—, si tanto le gusta, qué coño, ya se lo
puede quedar el hijoputa ese.
Más tarde, en tono vacilante, desconcertado, Tico Feo dijo:
Lo soy, pensó Mr. Schaeffer, pero no dijo nada.
—Nunca a una carrera, y lo de la viuda también no es verdad.
—Se puso a fumar su pitillo hasta encender furiosamente la
brasa, y miró a Mr. Schaeffer con expresión interrogadora—. Eh, ¿tu dinero,
míster?
—Unos veinte dólares —dijo vacilante Mr. Schaeffer, temeroso
de lo que pudiera pasar a continuación.
—No es muy bueno veinte dólares —dijo Tico, pero no parecía
decepcionado—. No importante, trabajaremos por el camino. En Mobile tengo
amigo, Federico.
Él nos pone en barco. Ningún problema.
Fue como si hubiese dicho que había empezado a refrescar.
Mr. Schaeffer notó un pellizco en el corazón; no pudo decir
palabra.
—Nadie aquí corre como Tico. Él corre más.
—Las balas corren más que tú —dijo Mr. Schaeffer en un tono
que casi no era de este mundo—. Soy demasiado viejo —añadió, y la conciencia de
su vejez le daba vueltas por dentro como un vómito.
Tico Feo no le escuchaba.
—Y luego, el mundo. El mundo, el mundo1,amigo mío. —Se puso en pie, temblando como un caballo muy
joven; parecía como si lo tuviera todo a su alcance: la luna, el ulular de las
lechuzas. Respiraba afanosamente, su aliento se convertía en humo—. ¿Ir a
Madrid? Quizás alguien me enseña a torear. ¿No, míster?
Mr. Schaeffer tampoco le escuchaba.
—Soy demasiado viejo —dijo—. Condenadamente viejo.
1En castellano en el original.
(N. del T.)
Durante las semanas siguientes Tico Feo siguió repitiéndole:
el mundo, el mundo, amigo mío; y él sólo sentía deseos de esconderse.
Se encerraba en la letrina con la cabeza gacha. Y, no
obstante, estaba excitado, hechizado. ¿Y si pudiera ser verdad?
¿Y si conseguía correr con Tico por el bosque y llegar hasta el mar? Se
imaginaba a bordo de un barco, él, que jamás había estado en el mar, que había
pasado toda la vida con las raíces hundidas en la tierra. Fue entonces cuando
murió uno de los presos, y se oía el ruido de los que estaban haciéndole el
ataúd. Cada vez que un clavo penetraba en las tablas Mr. Schaeffer pensaba: «Lo
hacen para mí, es el mío.»
Tico Feo, en cambio, estaba más animado que nunca; más que
andar, brincaba de un lado para otro con el paso ágil de un bailarín, con la
gracia de un gigoló, y tenía un chiste para cada preso. En el barracón, después
de cenar, sus dedos estallaban sobre las cuerdas de la guitarra como petardos.
Enseñó a otros presos a gritar olé, y algunos hacían volar
sus gorras por los aires.
Cuando terminaron de arreglar la pista, Mr. Schaeffer y Tico
Feo fueron devueltos al trabajo del bosque. El día de San Valentín tomaron el
almuerzo al pie de un pino. Mr. Schaeffer había hecho un pedido de doce
naranjas al pueblo, y estuvo pelándolas lentamente, formando espirales con las
pieles; le dio a su amigo los gajos más jugosos. Tico Feo estaba orgulloso delo
lejos que escupía las pepitas, sus buenos tres metros.
Era un día precioso y fresco, a su alrededor bailaban como
mariposas las manchas de luz, y Mr. Schaeffer, al que le gustaba trabajar en el
bosque, se sentía atontado y alegre. Hasta que Tico Feo dijo:
—Ése, ése no atrapa mosca con la boca.
Se refería a Armstrong, un guardia de atocinadas mejillas
que estaba sentado con el fusil apoyado entre las piernas. Era el más joven de
los guardias, y acababa de llegar a la granja.
—No sé qué decirte —dijo Mr. Schaeffer. Miró a Armstrong y
se fijó en que, al igual que muchos hombres tan pesados como vanidosos, el
nuevo guardia se movía con presta ligereza—. Puede que te engañe.
—Quizás yo le engañaré a él —dijo Tico Feo, y escupió una
pepita de naranja hacia donde estaba Armstrong. El guardia le miró ceñudamente,
y luego tocó el silbato.
Era la señal de reemprender el trabajo.
A media tarde los dos amigos volvieron a encontrarse juntos;
estaban clavando baldes para recoger la trementina en un par de árboles muy
próximos. Más abajo, a cierta distancia, bajaba un riachuelo saltarín y no muy
profundo que se ramificaba a través del bosque.
—En el agua no hay olor —dijo Tico Feo meticulosamente, como
si se acordara de algo que había oído decir en cierta ocasión—. Corremos en el
agua; y, cuando oscuro, subir un árbol. ¿Sí, míster? Mr. Schaeffer siguió dando
martillazos, pero la mano le temblaba, y se dio con el martillo en el pulgar.
Aturdido, volvió la cabeza hacia su amigo. Su rostro no reflejaba dolor, ni
tampoco se llevó el dedo a la boca, como hubiese hecho otro cualquiera en sus
circunstancias.
Pareció como si los ojos azules de Tico Feo se dilataran
como burbujas, y cuando, con una voz más suave que el ruido del viento en las
copas de los pinos, dijo «mañana», aquellos ojos fueran lo único que Mr.
Schaeffer era capaz de ver.
—¿Mañana, míster?
—Mañana —dijo Mr. Schaeffer.
Cayeron sobre las paredes del barracón los primeros colores
del amanecer, y Mr. Schaeffer, que apenas había descansado, supo que también
Tico Feo estaba despierto, y observó con ojos cansados de cocodrilo los
movimientos de su amigo en la cama contigua. Tico Feo estaba desanudando el
pañuelo que contenía sus tesoros. Primero sacó el espejito de mano. Su luz de
medusa tembló en el rostro del chico. Durante un rato estuvo admirando su
propia imagen con placer concentrado, y se peinó y atusó el cabello como si
estuviera preparándose para una fiesta. Luego se colgó el rosario del cuello.
No abrió el frasco de colonia ni el mapa. Lo último que hizo fue afinar la guitarra.
Mientras los demás presos iban vistiéndose, él se sentó al borde de su catre y
se puso a afinarla guitarra. Era extraño, pues por fuerza tenía que saber que
nunca volvería a tocarla.
Los chillidos estridentes de los pájaros acompañaron a los
presos a través de los humeantes bosques matutinos. Caminaban en fila india, de
quince en quince, con un guardia al final de cada grupo.
Mr. Schaeffer sudaba como si hiciese mucho calor, y era
incapaz de seguir el paso de su amigo, que se le adelantaba, haciendo
castañetear los dedos y silbándoles a los pájaros.
Habían acordado una señal. TicoFeo gritaría «¡Permiso!»,
y fingiría que iba a hacer sus
necesidades detrás de un árbol. Pero Mr. Schaeffer no sabía en qué momento
ocurriría esto.
El guardia que se llamaba Armstrong hizo sonar su silbato, y
los presos de su grupo abandonaron la formación y se fueron cada uno a su
trabajo. Mr. Schaeffer, aunque cumplía su tarea lo mejor que podía, procuraba
encontrarse siempre en situación de ver a Tico Feo y al guardia al mismo
tiempo. Armstrong se quedó sentado en un tocón, con el gesto torcido porque
estaba mascando tabaco, y el fusil apuntando al sol. Tenía la mirada astuta de
un tahúr; no había modo de averiguar dónde fijaba la vista.
Hubo un momento en el que otro de los presos gritó la señal.
Aunque Mr. Schaeffer supo al instante que no era la voz de
su amigo, el pánico le dio un tirón en la garganta, como si fuese una cuerda. A
medida que se iba consumiendo la mañana, notaba tal tamborileo en sus oídos que
temió no ser capaz de captar la señal cuando sonara.
El sol subió hasta el centro del cielo. «No es más que un
soñador perezoso. No hará nada», pensó Mr. Schaeffer, atreviéndose por un
instante a creerlo. Pero, «Primero comemos», dijo Tico Feo dándose aires de
persona práctica cuando dejaban las fiambreras en un terraplén situado junto al
riachuelo. Comieron en silencio, casi como si estuvieran resentidos el uno con
el otro, pero al final Mr. Schaeffer notó la mano de su amigo cerca de la suya,
se la cogió, y la apretó con ternura.
—Mr. Armstrong, permiso...
Mr. Schaeffer había visto un ocozol cerca de la orilla, y
estaba pensando que pronto llegaría la primavera y saldría el liquidámbar, a
punto para ser mascado. Una piedra afilada le abrió una herida en la palma
cuando se dejaba caer por la resbaladiza pendiente hacia el agua. Se enderezó y
comenzó a correr; tenía las piernas largas, lograba mantenerse casi a la misma
altura que Tico Feo, mientras unos helados géiseres lanzaban salpicaduras a su
paso. Desde diversos rincones del bosque les llegaban resonantes gritos, como
voces emitidas en una caverna, y luego silbaron, altos, tres balazos, como si
el guardia disparase contra una bandada de patos.
Mr. Schaeffer no vio el tronco que estaba atravesado en el cauce.
Tuvo la impresión de que aún seguía corriendo, y continuó moviendo las piernas
en el aire; era como una tortuga boca arriba.
Mientras pugnaba por erguirse, le pareció que la cara de su
amigo, colgada encima de él, formaba parte del cielo invernal, de tan lejana,
de tan severa que la veía. Permaneció allí colgada un solo instante, como un
colibrí, pero le bastó ese tiempo para saber que Tico Feo no pretendía que él
lo consiguiera, que jamás lo había creído posible, y se acordó de la vez que
pensó que a su amigo le faltaba todavía mucho para llegar a hacerse mayor.
Cuando le encontraron, seguía tumbado en las someras aguas, como si fuese una
tarde de verano y estuviese flotando apaciblemente en el riachuelo.
Han transcurrido desde entonces tres inviernos,
y de cada uno de ellos se ha dicho que era el más frío, el más largo. Dos meses
recientes de lluvias han vuelto a ahondar las roderas de la pista de arcilla
que conduce a la granja, y es más difícil que nunca llegar hasta allí, salir de
allí. Han montado un par de focos que brillan toda la noche como los ojos de
una gigantesca lechuza. Por lo demás, apenas se han producido novedades. Mr.
Schaeffer, por ejemplo, tiene más o menos el mismo aspecto, aunque se ha
espesado la escarcha de su cabello, y camina cojeando porque se rompió un
tobillo. Fue el propio capitán el que dijo que Mr. Schaeffer se lo había roto
cuando intentaba atrapar a Tico Feo. Incluso salió una foto de Mr. Schaeffer en
el periódico, bajo este titular:«Trata de impedir una fuga.» En aquellos
momentos se sintió profundamente humillado, y no porque supiera que los demás
presos se reían de él, sino porque se imaginaba a Tico Feo viendo ese
periódico. De todos modos, se guardó el recorte en un sobre, con otras noticias
que hablaban de su amigo: una solterona declaró a las autoridades que entró en
su casa y la besó; dos veces se dijo que había sido visto en las proximidades
de Mobile, y finalmente se supuso que había logrado salir del país.
Nadie le ha discutido nunca a Mr. Schaeffer su derecho a
quedarse con la guitarra. Hace unos cuantos meses ingresó un nuevo preso en el
barracón. Decían que tocaba muy bien, y convencieron a Mr. Schaeffer de que se
la dejara.
Pero todas las canciones del nuevo eran amargas, como si
Tico Feo, cuando afinó la guitarra aquella última mañana, le hubiese echado una
maldición. Ahora yace bajo el catre de Mr. Schaeffer, donde sus diamantes de
cristal comienzan a amarillear; su mano la busca a veces por la noche, y sus
dedos acarician las cuerdas: después, el mundo.
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