Eliodoro Puche - Región de Murcia Digital
www.regmurcia.com › Arte y Cultura › LiteraturaEl amor en un poeta maldito, Eliodoro Puche
15 02 2009
Pedro Guerrero Ruiz
Eliodoro Puche (Lorca, 1885-1964) es un poeta que, desde procedimientos tardomodernistas, pasando por la innovación de una transición estética de las vanguardias, vino a recalar en una poética personal que indagaba el mestizaje audaz de su tiempo lírico. Su último libro, El marinero de amor, es un espejo de quien en la madurez de su vida obtuvo sólo el sufrimiento, la prisión y el destierro personal. Puche era también un excelente traductor del francés, y lo hacía no sólo sobre sus preferencias sino también demandado por la supervivencia (desde Rimbaud, Mallarmé, Villon o Baudelaire, en Cosmópolis; Verlaine, en la editorial Mundo Latino; y hasta las traducciones alimenticias para autores de novela rosa, como Coulomb, en Colección Celeste).
Eliodoro Puche estaba en Madrid, y en esto llegó Huidobro. Y creyeron que, como en la pintura con Picasso o Delaunay o en el cine con Buñuel, la poesía era fruto de una voluntad ardentísima y caudalosamente comprometida con “la transmutación de la realidad palpable del mundo en realidad interior y emocional”, en palabras de su amigo Jorge Luis Borges, paladín del ultraísmo quien pronto encontró aliados españoles en Rafael Cansinos-Assens, Juan Larrea, Pedro Garfias, Gerardo Diego, Guillermo de Torre, Mauricio Bacarisse y, por supuesto, en el propio Eliodoro Puche.
El primer contacto que tengo con el último de sus libros (no me gusta la palabra poemarios), fue el 13 de junio de 1979, sexto aniversario de la muerte del poeta. Aquel día, me llamaron del Bar Cándido, de Lorca, que él frecuentaba para regalarme unos poemas. Se trataba de El marinero de amor, mecanografiado en cuartillas con tinta de color morado, estaba muy deteriorado. Libro entrañable, intimista, donde el poeta busca a su amada desde la lejanía espacio-temporal de un mar inventado.
Una buena parte del mundo poético de Eliodoro Puche dedicado a la mujer se revela entre sedas, cojines, cigarrillos, copas y viejos terciopelos en cafetines y lupanares. Estas musas también viven en la poética de Eliodoro entre un fingimiento de “pintadas palideces”. Los suburbios, “las canciones canallas”, las “caras maquilladas”, las encuentra el poeta, que también pinta en poesía, en aquellos cafés de artistas acompañado de Cansinos y de su buen escudero Prieto. Era el modernismo de la sonrisa del deseo y la espuma del champagne, el alcohol y las suaves luces flotando en el humo y los aromas a esencias de jazmín en un ambiente de ardores, tanto parisinos como madrileños, que conocía bien Eliodoro. Un ambiente decadente y sensual heredero de un sensualismo noctámbulo recogido por los simbolistas franceses como tesoro nacional de los sentidos. Pero El marinero de amor, es otra cosa bien distinta. Arranca con una “Carta dedicatoria a Aurora Guilmain”, mujer que hasta hoy me resulta muy desconocida. Aurora vive en Madrid y el poeta la recuerda desde la cárcel de Lorca, muy cerca de su propia casa de la calle de las Barandillas, número uno. La carta pudo escribirla entre el año 1943, año que sale de la prisión y obtiene la libertad provisional, y el año 1946.
En relación con la separación del poeta y Aurora, ella le recrimina en una de sus cartas que él “había emprendido un mal viaje” y “le auguraba al poeta el naufragio”. Se refiere Aurora a su viaje a Lorca, viaje que también lamenta el poeta en la dedicatoria del libro: “¡Qué mal hice yo en mi desvío y qué razón tenías tú en lamentarlo!”. Eran días de amargura para Eliodoro como eran también de nostalgia. Y Aurora, en aquellas noches veraniegas de Madrid, le cantaba guajiras, las coplas de diez versos que en comentario epistolar del poeta “se corresponden tan exactamente con la clásica espinela”, coplas “de un dejo nostálgico y sentimental”. En recuerdo de Aurora Guilmain, en “la última travesía por mares amargos y peligrosos”, Eliodoro le escribe, según sus palabras, un “poema de poemitas”.
El acento de soledad infinita del poeta lo podemos observar en “Hacia alta mar”, el que reproducimos por su belleza lírica:
Sólo me queda soñar,
vivir una vida aparte,
ir por las rutas del arte
a la soledad del mar.
Sin playa donde encallar,
no pensar nunca en volver,
y, queriendo y sin querer,
como arriesgando la suerte,
ganarle un tanto a la muerte
sin importarle perder.
Esta décima retoma la vida como juego. El poeta arriesga en el juego como también en el viaje, aunque sea forzado como se puede observar en el testimonio poético que revelan los títulos de los textos con los dos siguientes poemas: “Palabras augurales” y “Azar”.
El recuerdo de su amada, de sus canciones bajo la luna de Madrid, se repite siempre, como también en “Guajiras”:
Recuerdo que me decías
cosas de cañaverales
de las islas tropicales
donde de niña vivías;
cosas de tamarindales,
cocoteros y bananas,
de chirimoyas, de ananas,
de duraznos y diospiros,
entre lánguidos suspiros
viviendo dichas lejanas.
Como habrán podido observar, Eliodoro escribe ananas, en lugar de ananás, con tilde. Supongo que se trata de una licencia poética para que ananas pueda rimar con bananas y con lejanas.
Hermosísimo es el poema “La ruta”, cuyo arranque, de personal trazado conceptual, es toda una propia idea de su vida, de la vida de Eliodoro: “Los caminos de la tierra / no me agradan por seguros, / me gustan los inseguros, / los que la quilla abre y cierra”. Aquí está la clave de la elección de Eliodoro: el mar es inseguro si el olvido le destierra. Veamos el poema “Los senderos del mar” que, aunque muy exclamativo (recordemos que ello es generalizado en la ortografía de la época), no pierde su belleza interior:
¡Oh los senderos del mar,
los infinitos senderos
que saben los marineros
también perder y encontrar!
¡Inquietud de no llegar
o llegar tarde! ¡Dolor
de no recoger la flor
que nuestra vida perfuma!
¡Oh senderos en la bruma
de la noche del amor!
“Jardines submarinos” y “Aguafuerte” son retratos poéticos de cuanto ve Eliodoro en su viaje imaginario; modelos ekfrásticos de una visión de poeta intertextual, culto, que alimenta su poesía sinestésica, de sensaciones de una paleta cromática que atraviesa sus sentidos con la luz y el color. Si en ese primer poema aparecen jardines coralinos, algales, mundos submarinos, esponjiarios ambarinos, madréporas indolentes, como resultado de la mirada personal de su viaje en el mar; en el segundo poema observa la pérdida de luz, quedando en su alma un “aguafuerte sombrío” de cielo triste. Esta discusión de los sentidos sobre su ánimo lírico fracturado realza Eliodoro Puche desde una semiosis recurrente que el poeta apunta, no con poca dificultad, desde las populares décimas. Décimas acuarelistas muy del tono de su poética tradicional tardomodernista.
Eliodoro se refugia en la memoria y ha perdido los “motivos líricos” de sus primeros libros por dos cuestiones. La primera, por el contexto donde se fabrica la poesía, la cárcel; y la segunda, por la fractura también del amor que le profesaba a Aurora Guilmain que en la prisión adquiere mayores proporciones de recuerdo y desesperanza de emociones amadas. Por eso ahora el poeta observa la luna, no como el epígono-modernista inicial contextualizado en Madrid, sino como “faro” de su “corazón perdido”, de su destino de náufrago a la manera del filósofo-poeta Nietzsche.
Otras once décimas siguientes son retratos de la pequeña mitología humana de Eliodoro Puche. En primer lugar, en “Retratos” consume la emoción incontenida de su amargura, pero no se sacia. Y así busca, en ese camino de la memoria, a quienes como él en su cárcel padecieron mezquinamente el sufrimiento de la envidia y el odio incompresible de la necedad. Como Eliodoro, también Fray Luis, Quevedo, Cervantes, “insignes encarcelados”, y Galileo, en su “mazmorra”, ni “heresiarca ni ateo”, “nimbando de ancianidad”. Mitología personal de presos inmortales como lo fue también Torcuato Taso.
“Beethoven”, “Wilde”, “Baudelaire”, “Rimbaud”, “Verlaine”. Intertextualidad de música y literatura. Eliodoro Puche ve a Beethoven, “la frente sobre la mano”, mirándose al interior; al divino Oscar, “inteligencia e instinto”; a Baudelaire, con “racimos de negras plumas en sus hombros”; a Rimbaud, “extraño adolescente iluminado de ensueños”, “jinete de Clavileños, / genio raro y decadente”, en la corriente de su Barco Ebrio; a Verlaine, “dulce mendigo”, con quien padece ahora el mismo mal. Y es con Verlaine, el de los Poemas saturnianos, ahora en sus Prisiones, poeta fundamental en la lírica de Eliodoro.
Este conjunto de homenajes en décimas, acaba con “Oración” a todos ellos, a los “divinos condenados”, en una letanía oracional al “Señor de los Errores”. Eliodoro reúne en la desdicha a sus hermanos en una extraordinaria décima, cómplice del destino compartido con ellos, a aquella irrenunciable aunque errática aristocracia de la malditicidad:
Vosotros sois mis hermanos,
los malditos, los inquietos,
los que no tenéis secretos,
los tristes, los saturnianos;
los que designios arcanos
los dieron a un mal destino,
los que errasteis el camino,
los hijos de la desgracia…
¡condenada aristocracia
del opio, el amor y el vino!
Poco se puede añadir a este sincero y formidable poema que no sea la afirmación de la noticia que Eliodoro Puche nos manifiesta a través de los que considera sus hermanos en un militante malditismo.
Los agudos matices líricos de acentos epigramáticos de algunas composiciones ironizadas, se sujetan con el pulso de una fina ironía. Nada es ajeno en El marinero de amor a su tradición poética personal, amurallada ahora por la décima. Pero aquí, en esta obra, hay algunos elementos que conviene destacar: el desaliento como elemento discursivo de la semiótica general de esta poesía, y ese debate lírico interior sobre la idealizada ruptura del símbolo supremo de la obra, el amor. Ambos sistemas, el metafórico elocuente y el mito simbólico, parece que en ocasiones pudieran entrar en contradicción o desdecir la arquitectura poética de la obra, su estructura profunda, pero no.
En el poema “Eras” se concreta la tesis siguiente: “Me aleja el recuerdo / en vez de acercarme”. He aquí la ruptura del poeta con su tensión de fiel amante que se duele de que el recuerdo amoroso lo aleje. Se explica aquí esa resistencia en algunos de sus poemas para gozar del sufrimiento amoroso, como lo hizo Baudelaire devenido de la clasicidad trágica griega y demasiado espantado por los románticos españoles.
Hay otras precisiones para destacar en estas canciones de El marinero de amor. Si ya hemos hablado de la interrelación música pintura o de esa facultad ekfrástica en Eliodoro, pero también la intertextualidad producida por los efectos rítmico-sonoros sobre la propia métrica y desde la búsqueda de la relación entre la poesía y la música desde los efectos también sinestésicos. En este sentido, reproducimos la décima “Escala” por considerarla un poema-juego que nos conduce también al predestinado final del juego al revés, el del eco, que es tanto como el de la memoria lírica.
Do, re, mi, fa, sol, la si…
¡Escala maravillosa!
Por la senda melodiosa,
hasta adorarte subí.
Por la escala descendí
a donde todo se oyó
al revés… y se perdió…
¡Y con qué amarga ironía
el eco, al revés, decía:
Si, la sol, fa mi, re, do.
“Eauto Antimonumenos”, o Heautontimorumenos, escrito muy personalmente por Eliodoro, es otra décima de ocho versos clave con la sintonía que mantiene en relación con esa sentimentalidad expresada en el contraste claroscuro, ahora le duele la pena, pero la alimenta, y es así que termina, dicho en sus propias palabras, amando su propio tormento. Se trata de una clara influencia de la tradición romántica que venía alimentada desde el “Heautontimorumenos” de Publio Terencio, publicado el año 163 a. C. (“nihil humani a me alienum puto”: “nada de lo que es humano me es ajeno”) y que repite Baudelaire, en 1821, con el mismo título que Terencio. Baudelaire, como Eliodoro, se observa víctima de su propio dolor en un poema, del que reproducimos las dos últimas estrofas, donde el francés considera el autotormento desde su propia negatividad: “¡Yo soy la llaga y el cuchillo! / ¡la mejilla y el bofetón! / yo soy los miembros y la rueda, / ¡soy la víctima y el sayón! / Soy vampiro de mi existir / -uno de esos abandonados, / a risa eterna condenados, / ¡que no pueden ya sonreír!”.
Desde aquella llamada “comedia nueva ateniense”, el “Heautontimorumenos”, considerada como “comedia del autocastigo” o “el verdugo de sí mismo”, el poeta Eliodoro Puche viene a recrearse también en una suerte de dolor desde las coordenadas de su destino, de su propio tormento que termina amando:
Me apura más esta pena
porque me hiere a traición,
me retuerce el corazón
y de amargura me llena.
Pero lo que más me apena
Es, que, pudiendo calmarla,
Yo soy en alimentarla
El que pone más cuidado,
Y sin quererlo he llegado
Siendo mi tormento, a amarlo.
Obsérvese el oxímoron del último verso, en apariencia contradictorio pero que en Eliodoro cobra derecho de verdad interior sobresaltada. Este es el sentido y la tradición del Heutontimorumenos, el que se atormenta así mismo y llega a desear su propio tormento, el mismo que va alimentando hacia otra décima en Eliodoro, en “Obsesión”, el que no logra ahogar su pasión y avanza en él, presintiendo que lo mejor es naufragar, en ese camino trazado que ahora se hace negativo, el de autodestrucción.
El marinero de amor es un libro muy singular, aunque esté escrito en el mismo lugar del deterioro humano, la cárcel. Este libro de canciones es un espejo de quien en la madurez de su vida obtuvo sólo el sufrimiento, la prisión y el destierro personal en su casa y hasta su muerte, ocurrida el día 13 de junio de 1964. En su entierro, tan sólo una docena de personas.
Eliodoro profundizó en sus lecturas de Nietzsche, referencia ineludible en la conformación del pensamiento desde el Modernismo hasta las vanguardias. El poeta lorquino rescata al poeta-filósofo en ese sentido interior de elevación del hombre naufragado en la fatalidad de su destino donde el alma quiere escapar de las dificultades externas. Y porque de esa nueva y perspicaz lectura en la cárcel del Zaratustra (en la cárcel) (1941), que se cuela en la prisión con pastas del catecismo del Padre Ripalda, se alza en El marinero de amor, saltando los muros que le aprisionan y a pesar de que los caminos del mar le lleven a ese destino del naufragio infinito que le mostrara la Aurora de Nietzsche, importantísima para entender la flecha, la dirección, de su destino.
Ahora ya rescatada aquella poesía, lamentada en una astrología de Venus encendidas, las sirenas aprisionadas por su tiempo, los fantasmas del abismo y la seria tristeza, este libro de Eliodoro, escrito desde la soledad más absoluta, pertenece a la carne abierta por un dolor de amante al que le aprisiona el ataúd de la España más negra. El marinero de amor es el mar de un poeta paciente. Aquí reposan los restos de un naufragio. Y todo ello con el mar como metáfora también de una elección. Si hay algún culpable en el desafortunado destino de Eliodoro, de su separación pública en esa diacrónica Thalassa lírica, fue el papel represor que jugó la dictadura franquista. Cuántos españoles derrotados, que nunca vencidos, por aquella larga y oscura noche que dejó a España sin esperanza, sin cultura y sin libertad. Y lo que es peor: cuánto silencio y cuánto frío sobre aquellos poetas que, como Eliodoro Puche, eran la voz y el abrigo de un mundo poético deslumbrante en su propia malditicidad.
Pedro Guerrero Ruiz, Universidad de Murcia.
(Dibujo de Eliodoro Puche atribuido a Florencio Molina Campos)
Categoría: Libros y Notas | Edición: Número 8
Especial: Alejandro Sawa
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