La liga de los ancianos
Jack London
En los cuarteles un hombre iba a ser condenado a muerte. Se trataba de
un viejo, un nativo del río Pez Blanco, que desemboca en el Yukón debajo
del lago Le Barge. Todo Dawson estaba pendiente del asunto, e
igualmente los habitantes del Yukón en mil millas a la redonda. Era
costumbre de los ladrones de tierras y de aguas anglosajones hacer
cumplir su ley a los pueblos conquistados, y frecuentemente esta ley era
rigurosa. Pero en el caso de Imber, la ley parecía, por una vez en la
vida, inadecuada y débil. En la naturaleza matemática de las cosas, la
equidad no residía en el castigo que se le aplicase. El castigo era una
conclusión predeterminada, no podía haber duda de ello, y aunque era
capital, Imber sólo tenía una vida, mientras que los cargos contra él se
contaban por cientos.
De hecho, pesaba sobre sus manos la sangre
de tanta gente, que los crímenes atribuidos a él no permitían una
enumeración precisa. Fumando una pipa junto al sendero o dormitando
frente a la estufa, los hombres hacían estimaciones aproximadas de la
gente que había perecido en sus manos. Todos habían sido blancos, esos
hombres asesinados, y habían sido matados individualmente, por pares o
en grupos. Y estas matanzas habían sido tan inútiles y sin sentido, que
durante mucho tiempo constituyeron un misterio para la policía montada,
incluso en el tiempo de los capitanes, y también más tarde, cuando se
descubrieron los yacimientos y un gobernador vino desde el Dominio para
hacer que la tierra pagase por su prosperidad.
Pero todavía más
misteriosa fue la llegada de Imber a Dawson para entregarse. Ocurrió al
final de la primavera, cuando el Yukón gruñía y se retorcía bajo el
hielo: el viejo indio trepó costosamente el terraplén, dejando atrás el
sendero del río, y se detuvo en la calle principal. Los hombres que
fueron testigos de su aparición afirmaron que estaba débil y tembloroso,
y que se arrastró hasta un montón de troncos para chozas y se sentó.
Estuvo sentado allí un día entero, contemplando, sin mover la cabeza, la
incesante marea de blancos que fluía ante él. Muchas cabezas giraron
curiosamente para encontrar su mirada, y se hizo más de una observación
relativa al viejo Siwash, que tenía una fisonomía tan extraña.
Innumerables hombres recordaron después que les había sorprendido su
extraordinaria figura, y desde entonces se enorgullecían de saber
discernir rápidamente lo excepcional.
Pero correspondió a
Dickensen, al pequeño Dickensen, ser el héroe de la jornada. El pequeño
Dickensen había llegado a la región con grandes sueños y unos cuantos
ahorros; pero los sueños se habían desvanecido junto con los ahorros, y
para pagarse su pasaje de vuelta a los Estados Unidos había aceptado un
trabajo subalterno en el negocio de cambio Holbrook y Manson. Al otro
lado de la calle donde estaba la oficina de Holbrook y Manson, se alzaba
el montón de troncos sobre el que se había sentado Imber. Dickensen lo
miró desde la ventana antes de ir a almorzar, y cuando volvió de
almorzar, miró de nuevo a través de la ventana, y el viejo Siwash
todavía estaba allí.
Dickensen siguió mirando a través de la
ventana, y también él se enorgulleció a partir de entonces de su rápido
discernimiento. Era un muchacho romántico, y atribuyó la inmovilidad del
viejo pagano al genio de la raza Siwash, que observaba con ojos
tranquilos las huestes del invasor sajón. Las horas transcurrían, pero
Imber no variaba su postura, ni movía un pelo los músculos de su cuerpo,
y Dickensen recordó al hombre que un día permaneció sentado sobre un
trineo, en la calle principal, por donde transitaban los hombres en
todas direcciones. Pensaban que el hombre estaba descansando, pero más
tarde, cuando lo tocaron, lo hallaron tieso y frío, congelado hasta la
muerte en medio de la calle concurrida. Para enderezarlo de modo que
pudiera caber en un ataúd, tuvieron que arrastrarlo hasta una hoguera y
deshelarlo un poco. Dickensen tembló al recordarlo.
Más tarde,
Dickensen salió a la calle para fumar un puro y tomar el aire; y un poco
más tarde, acertó a pasar por allí Emily Travis. Emily Travis era
exquisita, delicada y extraña, y se vestía en Londres o Klondike como
digna hija de un ingeniero de minas millonario. El pequeño Dickensen
depositó su cigarro en el borde exterior de una ventana, donde pudiera
encontrarlo de nuevo, y se sacó el sombrero.
Conversaron durante
unos diez minutos, hasta que Emily Travis, lanzando una mirada por
encima del hombro de Dickensen, emitió un pequeño chillido de terror.
Dickensen se dio vuelta para mirar, y quedó a su vez sobrecogido. Imber
había cruzado la calle y estaba allí, de pie, como una sombra de aspecto
flaco y hambriento, con la mirada fija en la muchacha.
-¿Qué quieres? -preguntó el pequeño Dickensen, con resolución temblorosa.
Imber gruñó y observó a Emily Travis con mirada acechante. La contempló
de arriba a abajo, amable y cuidadosamente, sin omitir una sola pulgada
de su cuerpo. Parecía especialmente interesado en su pelo sedoso y
marrón, y en el color de sus mejillas, pálidamente rosadas y suaves,
como la blanda floración de un ala de mariposa. Caminó a su alrededor,
observándola con el ojo calculador de un hombre que estudia las líneas
de un caballo o de una barca. En el transcurso de su circuito, el lóbulo
rosado de la oreja de la muchacha se interpuso entre sus ojos y el sol
poniente, y se detuvo a contemplar aquella transparencia. Luego, se
colocó ante su rostro y contempló larga y resueltamente sus ojos azules.
Gruñó y extendió una mano hasta tocar el brazo de la muchacha entre el
hombro y el codo. Con la otra mano, levantó su antebrazo y lo dobló
hacia atrás. Desagrado y perplejidad se dibujaron en su rostro, y soltó
el brazo de Emily con un gruñido desdeñoso. Entonces murmuró unas
cuantas sílabas guturales, dio la espalda a la muchacha y se dirigió a
Dickensen.
Dickensen no pudo comprender lo que decía, y Emily
Travis se puso a reír. Imber giraba alternativamente hacia uno y hacia
otro, con mirada torva, pero ambos sacudían sus cabezas. Estaba a punto
de marcharse, cuando Emily gritó:
-¡Oh, Jimmy! ¡Ven aquí!
Jimmy
vino desde el otro lado de la calle. Era un indio grande y pesado
vestido correctamente a la manera blanca, con un sombrero de rey de
Eldorado en su cabeza. Conversó con Imber entrecortadamente, con
espasmos en la garganta. Jimmy era un Sitkan, y sólo poseía un
conocimiento superficial de los dialectos del interior.
-Él ser un hombre Pez Blanco -dijo a Emily Travis-. Yo no conocer mucho su lengua. El querer ver jefe blanco.
-El gobernador -sugirió Dickensen.
Jimmy conversó un poco más con el Pez Blanco, y su rostro se tomó grave y desconcertado.
-Creo que él querer hablar capitán Alexander -explicó-. El decir haber
matado hombres blancos, mujeres blancas, muchachos blancos, haber matado
mucha gente blanca. Él querer morir.
-Me parece que está loco -dijo Dickensen.
-¿Cómo llamas a eso? -inquirió Jimmy.
Dickensen aplicó un dedo figurativo a su cabeza y le impartió un movimiento rotativo.
-Quizás, quizás -dijo Jimmy, volviéndose hacia Imber, que todavía pedía por el jefe de los hombres blancos.
Un policía montado (desmontado para el servicio en el Klondike) se unió
al grupo y escuchó cómo Imber repetía su deseo. Era un individuo joven y
fornido, de anchos hombros y pecho hundido, con las piernas bien
formadas y muy separadas, y tan alto que, aunque Imber también lo era,
le pasaba media cabeza. Sus ojos eran fríos, grises y firmes, y se
comportaba con la confianza peculiar de un poder alimentado por la
sangre y la tradición. Su espléndida masculinidad -era un simple
chiquillo- y sus mejillas imberbes prometían sonrojarse tan prestamente
como las mejillas de una doncella.
Imber se dirigió hacia él
inmediatamente. El fuego se agolpó en sus ojos al ver en las mejillas
del muchacho una cicatriz producida por un sable. Dejó discurrir su mano
arrugada por la pierna del joven y acarició su duro tendón. Golpeó el
amplio pecho con sus nudillos, y oprimió y pinchó el pesado peto
muscular que cubría sus hombros como una coraza. Al grupo se hablan
añadido curiosos transeúntes -mineros fornidos, montañeros y hombres de
la frontera, descendientes de los viejos pioneros de largas piernas y
anchos hombros. Imber los miró a todos, de uno en uno, y luego habló
fuertemente en idioma Pez Blanco.
-¿Qué ha dicho? -preguntó Dickensen.
-Él decir que todos ser iguales, como ese policía -interpretó Jimmy.
El pequeño Dickensen se sintió pequeño, ¿y qué decir de Miss Travis? Dickensen se arrepintió de haber hecho la pregunta.
El policía se compadeció de él e intentó romper la tensión.
-Pienso que quizás haya algo cierto en su historia. Lo llevaré al
Capitán para que lo interrogue. Dile que venga conmigo, Jimmy.
Jimmy dio rienda suelta a una nueva serie de espasmos guturales, e Imber gruñó y pareció satisfecho.
-Pero pregúntale lo que dijo, Jimmy, y qué pretendía cuando agarró mi brazo.
Así habló Emily Travis, y Jimmy transmitió la pregunta y recibió la respuesta.
-Él decir tú no tener miedo -dijo Jimmy.
Emily Travis pareció complacida.
-Él decir tú no ser skookum, no ser fuerte, sino muy suave como un
pequeño bebé. Él poder romperte en pedazos con sus dos manos. Él pensar
que ser muy divertido, muy extraño, cómo tú poder ser madre de hombres
tan grandes, tan fuertes, como ese policía.
Emily Travis conservó
sus ojos alzados y firmes, pero sus mejillas se tiñeron de escarlata. El
pequeño Dickensen se enrojeció y estaba muy embarazado. El rostro del
policía brilló con su sangre de muchacho.
-Ven conmigo -dijo ásperamente, empujando con sus hombros a la multitud y abriéndose paso.
Así fue cómo Imber logró llegar hasta el cuartel, donde hizo una
confesión completa y voluntaria, y de cuyos recintos nunca más salió.
Imber parecía muy cansado. La fatiga de la desesperación y de la edad
se dibujaba en su rostro. Sus hombros colgaban deprimentemente y sus
ojos carecían de brillo. Su mata de pelo debería ser blanca, pero el sol
y las inclemencias del tiempo la habían quemado y sacudido. De forma
que colgaba como algo fláccido, inerte y sin color. No parecía
interesarse en lo que ocurría a su alrededor. La audiencia estaba
repleta de hombres procedentes de los yacimientos y de los senderos, y
había una nota siniestra en los runruneos de sus voces bajas, que
llegaban hasta sus oídos como el rugido del mar desde las profundas
cavernas.
Estaba sentado cerca de la ventana, y sus ojos apáticos
se posaban de vez en cuando en el melancólico paisaje exterior. El cielo
estaba completamente cubierto, y caía una llovizna gris. Era la época
de las inundaciones en el Yukón. El hielo había desaparecido y el río
anegaba la ciudad. Por la calle principal, en canoas y barcas de
pértigas, transitaba en todas direcciones el pueblo incansable. A menudo
veía a esas barcas doblar la esquina de la calle y entrar en la plaza
inundada que marcaba el patio del cuartel. A veces desaparecían bajo él,
y las oía chocar contra los troncos de la casa, mientras sus ocupantes
trepaban por la ventana. Después venía el chasquido del agua contra las
piernas de los hombres, cuando éstos se internaban por la habitación
inferior y subían las escaleras. Y luego aparecían en el umbral de la
puerta, con sus sombreros quitados y sus botas de agua chorreantes, y se
añadían a la multitud expectante.
Y mientras todos ellos centraban
sus miradas en él y con torva anticipación celebraban el castigo que
tendría que sufrir, Imber los miraba y meditaba sobre sus modos de vida y
sobre su ley que nunca dormía, que funcionaba sin cesar, tanto en los
buenos tiempos como en los malos, en épocas de inundación y de hambre,
en medio de los tumultos, el terror y la muerte, y que funcionaría sin
cesar, pensaba él, hasta el fin de los tiempos.
Un hombre dio unos
fuertes golpee sobre una mesa, y las conversaciones se ahogaron en el
silencio. Imber miró al hombre. Parecía tener autoridad y, sin embargo,
Imber intuía que el hombre de cejas cuadradas sentado al fondo de la
sala, ante un pupitre, era el jefe de todos ellos, incluido el hombre
que había dado los golpes. Otro hombre que ocupaba la misma mesa se
levantó y comenzó a leer en voz alta unas hojas de papel. Al comienzo de
cada hoja se aclaraba la garganta; al final, se humedecía los dedos.
Imber no comprendía su discurso, pero los otros sí lo comprendían, y
sabía que les producía enfado. A veces les producía mucho enfado, y en
un momento determinado un hombre lo maldijo, en monosílabos,
convulsionado y tenso, hasta que uno de los hombres de la mesa dio unos
golpes para que se callara.
El hombre leyó durante un período
interminable. Su declamación monótona y zumbante le produjo sueño, e
Imber estaba soñando profundamente cuando el hombre cesó. Una voz le
habló en su propia lengua Pez Blanco, y él se despertó, sin sorpresa,
para descubrir el rostro del hijo de su hermana, un joven que se había
marchado hacía años para habitar entre los blancos.
-Tú no te acuerdas de mí -dijo a modo de saludo.
-Sí -contestó Imber-. Tú eres Howkan, el que se marchó. Tu madre murió.
-Era ya muy vieja -dijo Howkan.
Pero Imber no lo oía, y Howkan, con la mano en su hombro, lo despertó de nuevo.
-Yo te diré lo que el hombre ha dicho, que es la relación de los males
que tú has hecho y que tú mismo contaste, ¡oh, desdichado!, al capitán
Alexander. Y tú me escucharás y me dirás si es cierto o no es cierto.
Así está mandado.
Howkan había caído entre la gente de la misión,
donde le habían enseñado a leer y escribir. En sus manos sostenía las
cuartillas que el hombre habla leído en voz alta, las mismas que había
redactado un empleado cuando Imber hizo su primera confesión, por boca
de Jimmy, ante el capitán Alexander. Howkan comenzó a leer. Imber
escuchó durante unos instantes, pero pronto una expresión de asombro se
dibujó en su rostro y lo interrumpió abruptamente.
-Éstas son mis palabras, Howkan. Pero salen de tus labios sin que tus oídos la hayan escuchado.
Howkan sonrió con autosuficiencia. Su pelo estaba partido por la mitad.
-No, salen del papel, oh Imber. Nunca las escucharon mis oídos. Salen
del papel, a través de mis ojos, hacia mi cabeza, y de mi boca hacia ti.
Así salen.
-¿Así salen? ¿Están allí, en el papel? -la voz de Imber
se ahogó en un murmullo de espanto, al tiempo que hacía crujir las
cuartillas entre sus dedos y observaba los caracteres garabateados en
ellas-. Es una gran maravilla, Howkan, y tú eres un productor de
encantos.
-No es nada, no es nada -respondió el joven
despreocupadamente y con orgullo. Leyó al azar un extracto del
documento-: En aquel año, antes de que se rompiera el hielo, llegaron un
viejo y un muchacho a quien le faltaba un pie. A éstos también los
maté, y el viejo hizo mucho ruido...
-Es cierto -interrumpió Imber
sin aliento-. Hizo mucho ruido y tardó mucho en morir. ¿Pero cómo lo
sabes, Howkan? ¿Quizás te lo dijo el jefe de los hombres blancos? Nadie
me vio, y sólo a él se lo conté.
Howkan movió la cabeza con Impaciencia.
-¿No te he dicho, estúpido, que está en el papel?
Imber observó atentamente la superficie cubierta de garabatos de tinta.
-¿Al igual que el cazador contempla la nieve y dice: "Por aquí pasó
ayer un conejo; y aquí, agazapado junto al sauce, permaneció y escuchó, y
oyó, y tuvo miedo; y aquí volvió sobre sus pasos; y de aquí partió con
gran rapidez, a grandes saltos; y aquí llegó con mayor rapidez y saltos
mayores, un lince; y aquí, donde las garras se hunden en la nieve, el
lince dio un salto enorme; y aquí le alcanzó, con el conejo y patas
arriba; y aquí comienzan los rastros del lince solo, y ya no hay más
conejos". Al igual que el cazador contempla las huellas en la nieve y
dice esto y aquello y aquí y allí, así tú, también, contemplas el papel y
dices esto y aquello, y aquí y allí están las cosas que hizo el viejo
Imber?
-En efecto -dijo Howkan-. Y ahora escucha y guarda tu lengua materna entre los dientes hasta que se te llame a declarar.
A partir de este momento, y durante un largo tiempo, Howkan le leyó la
confesión, e Imber permanecía meditabundo y silencioso. Al final dijo:
-Son mis palabras y son ciertas, pero me estoy volviendo viejo, Howkan,
y ahora me vuelven cosas olvidadas que estaría bien que las supiera
aquel hombre de allí, el que manda. En primer lugar, está el hombre que
vino de las Montañas de Hielo, con astutas trampas de hierro, a cazar el
castor del Pez Blanco. Lo maté también. Y están los tres hombres que
buscaban oro a lo largo del Pez Blanco. También los maté y los dejé como
pasto para los lobos. Y en los Cinco Dedos había un hombre con una
balsa y mucha carne.
En las pausas que Imber hacía para recordar,
Howkan traducía y un escribiente reducía sus palabras a escritura. La
audiencia escuchaba impasiblemente la relación sin adornos de todas las
pequeñas tragedias, hasta que Imber habló de un pelirrojo bizco al que
había matado desde una distancia notablemente larga.
-¡Maldición!
-dijo un hombre que se hallaba en las primeras filas de los
espectadores. Lo dijo conmovedora y afligidamente. Era pelirrojo-.
¡Maldición! -repitió-. Era mi hermaro Bill.
Y a intervalos
regulares, a todo lo largo de la sesión, se escuchó en la audiencia su
solemne "¡Maldición!"; ni sus camaradas lo refrenaron, ni el hombre de
la mesa lo llamó al orden.
La cabeza de Imber se agachó una vez
más, y sus ojos se apagaron, como si una membrana se hubiera tendido
ante ellos y los ocultara del mundo. Y soñó, como sólo los viejos pueden
soñar, en la colosal futilidad de la juventud.
Poco después, Howkan volvió a despertarlo diciendo:
-Levántate, oh Imber. Te ordenan que digas por qué hiciste todos esos
males y mataste a esa gente, y por qué al final viniste aquí en busca de
la ley.
Imber se puso de pie y, debilitado, comenzó a oscilar
hacia adelante y hacia atrás. Empezó su discurso en voz baja y
apagadamente ronca, pero Howkan lo interrumpió.
-Este viejo está loco -dijo en inglés al hombre de las cejas cuadradas-. No dice más que disparates, habla como un niño.
-Escucharemos lo que dice aunque hable como un niño -dijo el hombre de
las cejas cuadradas-. Y lo escucharemos palabra por palabra, a medida
que hable, ¿me entiendes?
Howkan entendió, y los ojos de Imber se
iluminaron, pues había presenciado el juego entre el hijo de su hermana y
el hombre de la autoridad. Y entonces comenzó la historia, la epopeya
de un patriota de piel de bronce para las generaciones venideras. La
multitud permaneció sumergida en un extraño silencio, y el juez de las
cejas cuadradas apoyó la cabeza en su mano y ponderó su alma y el alma
de su raza. Sólo se escuchaban los tonos profundos de Imber,
alternándose rítmicamente con la voz chillona del intérprete, y, de vez
en cuando, como las campanas del Señor, con el asombrado y meditativo
"¡Maldición!" del pelirrojo.
-Yo soy Imber del pueblo Pez Blanco
-así discurría la interpretación de Howkan, cuyo inherente barbarismo se
iba apoderando de él, y que iba perdiendo la cultura aprendida en la
misión y la venerada civilización a medida que asumía el tono y ritmo
salvajes de la narración de Imber-. Mi padre fue Otsbaok, un hombre
fuerte. La tierra estaba al abrigo del sol y de la alegría cuando yo era
un muchacho. La gente no tenía avidez de cosas nuevas, ni prestaba
oídos a nuevas voces, y el modo de vida de sus padres era su modo de
vida. Las mujeres encontraban favor en los ojos de los jóvenes, y los
jóvenes las miraban con satisfacción. Los recién nacidos colgaban de los
pechos de las mujeres, y ellas estaban contentas con el aumento de la
tribu. Los hombres eran hombres en aquellos tiempos. En la paz y en la
prosperidad, en la guerra y en el hambre, eran hombres.
"En aquel
tiempo había más peces en el agua que ahora y más carne en el bosque.
Nuestros perros eran lobos protegidos por una piel gruesa y resistente
al hielo y a la tormenta. E igual que nuestros perros también nosotros
éramos resistentes al hielo y a la tormenta. Y cuando los Pellys
llegaron a nuestras tierras, los matamos y fueron exterminados. Pues
éramos hombres, nosotros, los Pez Blanco, y nuestros padres y los padres
de nuestros padres habían luchado contra los Pellys y habían
determinado los límites de nuestras tierras.
"Como he dicho, igual
que nuestros perros éramos nosotros. Y un día llegó el primer hombre
blanco. Se arrastraba así, a gatas, sobre la nieve y su piel estaba muy
apretada, y se le veían los huesos debajo. Nunca existió un hombre
semejante, pensamos, y nos preguntamos a qué extraña tribu pertenecía, y
de qué país procedía. Y estaba débil, absolutamente débil, como un niño
pequeño, de modo que le hicimos un lugar junto al fuego, y le
entregamos pieles calientes para que se echara sobre ellas, y le dimos
alimentos como si se tratara de un niño.
"Y con él iba un perro, tan
grande como tres de nuestros perros, y muy débil. El pelo de este perro
era corto, y no abrigaba, y su cola se había congelado hasta tal punto
que su punta se cayó en pedazos. Y alimentamos a este extraño perro, y
lo recostamos junto al fuego, y apartamos de él a nuestros perros, que
si no lo habrían matado. Y el hombre y el perro recobraron sus fuerzas
con la carne de alce y con el salmón secado al sol; y, al recobrar
fuerzas se agrandaron y perdieron miedo. Y el hombre emitió palabras
altas y se rió de los viejos y de los jóvenes, y miró descaradamente a
nuestras doncellas. Y el perro luchó con nuestros perros, y, a pesar de
su pelo corto y de su debilidad, mató a tres de ellos en un día.
"Cuando le preguntamos al hombre por su pueblo, dijo: 'Tengo muchos
hermanos', y se rió de un modo que no era bueno. Y cuando ya hubo
recobrado todas sus fuerzas, se marchó, y con él marchó Noda, la hija
del jefe. Después de esto, una de nuestras perras parió. Y nunca
habíamos visto semejante progenie de perros: cabeza grande, gruesas
mandíbulas y pelo corto, e inútiles. Recuerdo muy bien a mi padre,
Otsbaok, un hombre fuerte. Su rostro se puso negro de cólera ante
aquella inutilidad, agarró una piedra, así, y así, y ya no hubo más
inutilidad. Y dos veranos después de esto, volvió Noda a nuestra tierra
con un hijo del hombre en sus brazos.
"Y ese fue el comienzo. Llegó
un segundo hombre blanco, con perros de pelo corto, que dejó tras él
cuando partió. Y con él partieron seis de nuestros perros más fuertes,
por los que dio, en trueque, a Koo-So-Tee, hermano de mi madre, una
estupenda pistola que hacía fuego seis veces seguidas con gran rapidez. Y
Koo-So-Tee se agrandó con su pistola, y se rió de nuestros arcos y de
nuestras flechas. 'Cosas de mujeres', los llamó y salió al encuentro del
oso de cara pelada con la pistola en la mano. Ahora sabemos que no es
bueno cazar al cara pelada con una pistola, ¿pero cómo lo íbamos a
saber? ¿Y cómo lo iba a saber Koo-So-Tee? De modo que salió al encuentro
del cara pelada, muy bravo, y disparó su pistola seis veces con gran
rapidez; y el cara pelada se limitó a gruñir y a lanzarse sobre su pecho
como si fuera un huevo, y esparció los sesos de Koo-So-Tee por el suelo
como si fueran miel de un nido de abeja. Era un buen cazador, y no hubo
nadie que trajera carne a su squaw y a sus hijos. Y sentimos amargura, y
dijimos: 'Lo que es bueno para el blanco, no es bueno para nosotros'. Y
esto es cierto. Los blancos son muchos y gordos, pero su modo de vida
nos ha vuelto pocos y delgados.
"Llegó el tercer hombre blanco,
repleto de todo tipo de alimentos fantásticos y de cosas. Y nos tomó en
trueque veinte de nuestros perros más fuertes. También, a cambio de
presentes y grandes promesas, se llevó consigo diez jóvenes cazadores
para un viaje por tierras que nadie conocía. Se dijo que murieron en la
nieve de las Montañas de Hielo donde nunca ha estado el hombre, o en las
Colinas del Silencio que están más allá del borde de la Tierra. Sea lo
que fuere, los perros y los jóvenes cazadores no fueron vistos nunca más
por el pueblo Pez Blanco.
"Y con los años llegaron más hombres
blancos y siempre, a cambio de monedas y de regalos, se llevaban con
ellos a los jóvenes. Y a veces los jóvenes volvían contando extrañas
historias de peligros y de trabajos fatigosos en las tierras que están
más allá de los Pellys, y a veces no volvían. Y nosotros dijimos: 'Si
estos hombres blancos no le tienen miedo a la vida, es porque tienen
muchas vidas; pero nosotros, los Pez Blanco, somos pocos, y ningún otro
joven saldrá de aquí'. Pero los jóvenes partieron; y también partieron
las jóvenes; y quedamos muy tristes.
"Es cierto, comimos harina y
tocino salado, y bebimos té, lo cual era un gran placer; sólo que,
cuando no podíamos obtener té, era una gran contrariedad y nos volvíamos
taciturnos y coléricos. Así comenzamos a tener avidez de las cosas que
los blancos traían para comerciar. ¡Comercio! ¡Comercio! ¡Todo el tiempo
comercio! Un invierno vendimos nuestra carne a cambio de relojes de
pared que no marchaban, y de relojes de pulseras con las entrañas rotas,
y de limas completamente lisas, y de pistolas sin cartuchos e inútiles.
Y entonces sobrevino el hambre, y no teníamos carne, y muchos murieron
antes de la llegada de la primavera.
"Ahora nos hemos vuelto
débiles, dijimos, y los Pellys caerán sobre nosotros y borrarán los
límites de nuestro territorio. Pero lo mismo que ocurría con nosotros
ocurría con los Pellys, y estaban demasiado debilitados para venir a
pelear con nosotros.
"Por aquel entonces mi padre, Otsbaok, un
hombre fuerte, era viejo y muy sabio. Y le habló al jefe, diciendo:
'Mira, nuestros perros ya no valen nada. Ya no tienen un pelaje grueso
ni son fuertes, y mueren con la helada y el arnés. Vayamos a la aldea y
matémoslos, salvando únicamente a los perros lobos, y a éstos
soltémoslos en la noche para que se acoplen con los lobos salvajes del
bosque. Así tendremos de nuevo perros resistentes y fuertes'.
"Y
sus palabras fueron escuchadas, y nosotros, los Pez Blanco, adquirimos
renombre por nuestros perros, que eran los mejores de la región. Pero no
éramos conocidos por nosotros mismos. Nuestros jóvenes de uno y otro
sexo se habían ido con los blancos deambulando por senderos y ríos hasta
lejanas tierras. Y las jóvenes volvían viejas y destrozadas tal como
había vuelto Noda, o ya no volvían. Y los jóvenes volvían a sentarse
junto a nuestro fuego por un tiempo, llenos de malas palabras y modales
groseros, bebiendo malas bebidas y jugando día y noche, siempre con una
gran inquietud en sus corazones, hasta que llegaba a ellos la llamada de
los blancos y partían de nuevo a tierras desconocidas. Y no tenían
honor ni respeto, mofándose de las viejas costumbres y riéndose en la
cara del jefe y de los shamanes.
"Como he dicho, nosotros los Pez
Blanco nos habíamos vuelto una raza débil. Vendíamos nuestras pieles de
abrigo y nuestros forrajes por tabaco y whisky, y por prendas de lino
algodón que nos dejaban tiritando en medio del frío. Y la enfermedad de
la tos se apoderó de nosotros, y los hombres y las mujeres tosían y
transpiraban a lo largo de las noches, y los cazadores escupían sangre
sobre la nieve de los senderos. Hoy uno, mañana otro, muchos comenzaron a
sangrar abundantemente por la boca y murieron. Y las mujeres parían
pocos niños, y los parían muy débiles y propensos a la enfermedad. Y
otras enfermedades nos trajeron los blancos, enfermedades que nunca
habíamos visto y que no podíamos entender. He oído que a esas
enfermedades las llamaban viruela y sarampión, y moríamos de ellas como
muere el salmón en los remansos, cuando sus huevos, al caer, pierden el
caparazón y no hay razón para que sigan viviendo.
"Y además -y en
ello radica lo extraño de todo esto- los blancos llegan como el aliento
de la muerte; todos sus caminos conducen a la muerte, sus gargantas
están llenas de muerte; y sin embargo no mueren. Suyos son el whisky y
el tabaco, y los perros de pelo corto; suyas las múltiples enfermedades,
la viruela y el sarampión, la tos y el sangrar por la boca; blanca es
su piel, y suave ante el hielo y la tormenta y suyas son las pistolas
que hacen fuego seis veces con gran rapidez y que no sirven. Y sin
embargo engordan en sus múltiples enfermedades, y prosperan, y extienden
una mano pesada sobre todo el mundo, y pisotean poderosamente a los
pueblos. Y sus mujeres, a su vez, son suaves como recién nacidos,
frágiles, y aunque nunca quebrantadas, y son las madres de los hombres. Y
de toda esta suavidad, enfermedad y debilidad, brota la fuerza, el
poder y la autoridad. Si son dioses o demonios, no lo sé. ¿Qué puedo
saber yo... yo, el viejo Imber de los Pez Blanco? Sólo sé que estos
hombres blancos están más allá del entendimiento, y que son los mayores
aventureros y luchadores que existen en la tierra.
"Como he dicho,
la carne del bosque escaseó más y más. Es cierto, el rifle del blanco es
excelente y mata desde muy lejos; pero ¿de qué sirve un rifle si no hay
carne que matar? Cuando era un muchacho en el Pez Blanco había alces en
todas las colinas, y cada año aparecían innumerables caribús. Pero
ahora el cazador puede seguir un rastro diez días y no ver un solo alce,
mientras los innumerables caribús ya no aparecen. De poco sirve un
rifle, digo yo, que mate desde muy lejos, cuando no hay nada que matar.
"Y yo, Imber, medité en estas cosas, observando, mientras, cómo
perecían los Pez Blanco, y los Pellys, y todas las tribus de estas
tierras, del mismo modo que perecía la carne del bosque. Medité largo
tiempo. Hablé con los shamanes y con los viejos sabios. Me alejé, para
que los sonidos de la aldea no me molestaran, y no comí carne para que
mi vientre no me pesara ni me adormeciera el ojo y el oído. Estuve
sentado largo tiempo sin dormir en el bosque, con los ojos al acecho del
signo, y con orejas pacientes y atentas a la palabra que iba a
pronunciarse. Y deambulé, solo en la oscuridad de la noche, hasta llegar
a la ribera del río, donde gemía el viento y sollozaba el agua, y donde
las almas de los viejos shamanes que habitaban en los árboles, de los
muertos y de los que se habían ido, me infundieron sabiduría.
"Y al
final, como si fuera una visión, se me aparecieron los detestables
perros de pelo corto, y el camino a seguir pareció claro. Por la
sabiduría de mi padre, Otsbaok, un hombre fuerte, se había conservado
limpia la sangre de nuestros perros lobos, y por lo tanto seguían
teniendo un pelaje que los abrigaba y eran fuertes en el arnés. De modo
que volví a mi aldea e hice un discurso ante los hombres. 'Estos hombres
blancos pertenecen a una tribu', dije. 'Una tribu muy grande, y sin
duda ya no hay carne en su tierra y han venido a la nuestra para hacerse
un nuevo hogar. Pero nos debilitan y morimos. Son gente muy hambrienta.
Nuestra carne ya ha desaparecido y, si queremos vivir, lo mejor será
que hagamos con ellos lo mismo que hicimos con sus perros'.
"Y
todavía hice un discurso más largo, incitando a la lucha. Y los hombres
del Pez Blanco escuchaban, y unos decían una cosa, y otros, otra, y los
de más allá hablaban de cosas inútiles, y nadie habló bravamente de
hechos y de guerra. Pero mientras los jóvenes eran débiles como el agua y
tenían miedo, me di cuenta de que los viejos permanecían en silencio, y
que en sus ojos centelleaba el fuego. Y más tarde, cuando la aldea
dormía y nadie se daba cuenta, conduje a los viejos al bosque y seguí mi
discurso. Y todos estábamos de acuerdo, pues recordábamos los días
felices de la juventud, la tierra libre, las épocas de abundancia, la
alegría y la luz del sol; y nos llamamos unos a otros hermanos, y
juramos guardar el secreto y limpiar la tierra de esa raza maligna que
había llegado. Pueden ahora tacharnos de locos, pero ¿cómo íbamos a
saberlo nosotros, los viejos del Pez Blanco?
"Yo, para dar bríos a
los otros, fui el primero en actuar. Monté guardia en el Yukón hasta que
descendió la primera canoa. En ella iban dos blancos, y cuando me puse
en pie sobre la ribera y levanté mi mano, cambiaron de rumbo y se
dirigieron hacia mí. Y cuando el hombre que estaba en la proa estiró la
cabeza para saber mis intenciones, mi flecha resonó a través del aire
hasta incrustarse en su garganta, y las supo. El segundo hombre, que
sostenía el remo en la popa, tenía ya el rifle casi en el hombro cuando
la primera de mis tres lanzas lo atravesó.
"Estos serán los
primeros, dije a los viejos reunidos en torno mío. Más adelante
juntaremos a todos los viejos de todas las tribus, y luego a los jóvenes
todavía fuertes, y el trabajo resultará más fácil.
"Y entonces
arrojamos al río a los dos blancos muertos. Y con la canoa, que era muy
buena, hicimos una hoguera, e hicimos una hoguera también con las cosas
que había dentro de la canoa. Pero antes examinamos las cosas, y vimos
que eran bolsas de piel y las abrimos con nuestros cuchillos. Y dentro
de estas bolsas había muchos papeles, como ése que has leído, oh Howkan,
llenos de marcas que nos maravillaron y no pudimos comprender. Ahora ya
he adquirido sabiduría, y sé que representan las palabras de los
hombres tal como dijiste".
Un murmullo y un cuchicheo se extendieron
por la audiencia cuando Howkan terminó de explicar el asunto de la
canoa, y se escuchó la voz de un hombre:
-Eso fue la pérdida del correo del 91, que traían Peter James y Delaney; Mattews fue el último en hablar con ellos al partir.
El empleado comenzó a hacer garabatos con mano firme, y un nuevo capítulo se añadió a la historia del Norte.‘
-Queda poco por contar -prosiguió Imber lentamente-. En aquel papel
están las cosas que hicimos. Éramos viejos y no entendíamos. Yo mismo,
Imber, no las entiendo ahora. Matamos secretamente, y continuamos
matando, pues con el paso de los años habíamos adquirido experiencia y
habíamos aprendido la rapidez de caminar sin prisa. Cuando los blancos
se nos acercaban con negras miradas y rudas palabras, y nos arrebataban a
seis de nuestros jóvenes sujetándolos con cadenas y reduciéndolos a la
impotencia, sabíamos que nuestro deber era seguir matando. Y uno tras
otro, nosotros, los viejos, remontábamos el río o descendíamos hacia las
tierras desconocidas. Fue una gran hazaña. Éramos viejos y no teníamos
miedo, aunque el miedo de las tierras lejanas es un miedo terrible para
los hombres que ya son viejos.
"Así fue como matamos, sin prisa y
con habilidad. Matamos en el Chilcoot y en el Delta, desde los pasos al
mar, en todos los lugares donde los blancos acampaban o abrían senderos.
Es cierto, murieron, pero de nada sirvió. Seguían viniendo a través de
las montañas, seguían creciendo y creciendo en número, mientras que
nosotros, viejos ya, éramos cada vez menos. Recuerdo el campamento de un
blanco, junto al Cruce de Caribon. Era un blanco muy pequeño, tres de
los viejos cayeron sobre él mientras dormía. Y al día siguiente llegué
yo y los encontré a los cuatro. El blanco era el único que todavía
respiraba y tuvo aliento suficiente para maldecirme con saña antes de
morir.
"Y así ocurría con todos los viejos, hoy con uno, mañana con
otro. A veces la noticia nos llegaba mucho después de haber muerto, y a
veces no nos llegaba nunca. Y los viejos de las otras tribus estaban
débiles y tenían miedo, y no querían unirse a nosotros. Como he dicho,
uno tras otro todos murieron, hasta que sólo quedé yo. Yo soy Imber, del
pueblo Pez Blanco. Mi padre fue Otsbaok, un hombre fuerte. Ahora ya no
quedan Pez Blanco. De los viejos yo soy el último. Los jóvenes de ambos
sexos se han marchado, unos a vivir con los Pellys, otros con los
Salmons, y la mayoría con los blancos. Ya soy muy viejo y estoy muy
cansado, y como era inútil luchar contra la ley, como tú has dicho,
Howkan, he venido en busca de la ley.
-Oh Imber, realmente estás loco -dijo Howkan.
Pero Imber estaba soñando. El juez de las cejas cuadradas soñaba
igualmente, y ante él se alzaba toda su raza en una poderosa
fantasmagoría, su raza calzada de acero, revestida de correos postales,
legisladora y creadora del mundo entre las familias de los hombres. La
vio amanecer tiñendo el cielo de rojo, sobre los bosques oscuros y los
mares sombríos; la vio resplandecer; sangrienta y roja, en un mediodía
pleno y triunfante; y vio, bajo la ladera en sombras, cómo las arenas
rojas y ensangrentadas se precipitaban en la noche. Y a través de todo
ello contempló la ley, despiadada y poderosa, nunca torcida y siempre
imperiosa, mayor que las motas de hombres que las cumplían o que eran
aplastados por ella, e igualmente mayor que él, cuyo corazón lo inducía a
la suavidad.
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