Dublín, Irlanda, 1729
Es un asunto melancólico para quienes pasean por esta gran ciudad o
viajan por el campo, ver las calles, los caminos y las puertas de las
cabañas atestados de mendigos del sexo femenino, seguidos de tres, cuatro o
seis niños, todos en harapos e importunando a cada viajero por una limosna.
Esas madres, en vez de hallarse en condiciones de trabajar para ganarse la
vida honestamente, se ven obligadas a perder su tiempo en la vagancia,
mendigando el sustento de sus desvalidos infantes: quienes, apenas crecen,
se hacen ladrones por falta de trabajo, o abandonan su querido país natal
para luchar por el Pretendiente en España, o se venden a sí mismos en las
Barbados.
Creo que todos los partidos están de acuerdo en que este número
prodigioso de niños en los brazos, sobre las espaldas o a los talones de
sus madres, y frecuentemente de sus padres, resulta en el deplorable estado
actual del Reino un perjuicio adicional muy grande; y por lo tanto,
quienquiera que encontrase un método razonable, económico y fácil para hacer
de ellos miembros cabales y útiles del estado, merecería tanto
agradecimiento del público como para tener instalada su estatua como
protector de la Nación.
Pero mi intención está muy lejos de limitarse a proveer solamente por
los niños de los mendigos declarados: es de alcance mucho mayor y tendrá en
cuenta el número total de infantes de cierta edad nacidos de padres que de
hecho son tan poco capaces de mantenerlos como los que solicitan nuestra
caridad en las calles.
Por mi parte, habiendo volcado mis pensamientos durante muchos años
sobre este importante asunto, y sopesado maduradamente los diversos planes
de otros proyectistas, siempre los he encontrado groseramente equivocados
en su cálculo. Es cierto que un niño recién nacido puede ser mantenido
durante un año solar por la leche materna y poco alimento más; a lo sumo
por un valor no mayor de dos chelines o su equivalente en mendrugos, que la
madre puede conseguir ciertamente mediante su legítima ocupación de mendigar.
Y es exactamente al año de edad que yo propongo que nos ocupemos de ellos
de manera tal que en lugar de constituir una carga para sus padres o la
parroquia, o de carecer de comida y vestido por el resto de sus vidas,
contribuirán por el contrario a la alimentación, y en parte a la
vestimenta, de muchos miles.
Hay además otra gran ventaja en mi plan, que evitará esos abortos
voluntarios y esa práctica horrenda, ¡cielos!, ¡demasiado frecuente entre
nosotros!, de mujeres que asesinan a sus hijos bastardos, sacrificando a
los pobres bebés inocentes, no sé si más por evitar los gastos que la
vergüenza, lo cual arrancaría las lágrimas y la piedad del pecho más
salvaje e inhumano.
El número de almas en este reino se estima usualmente en un millón y
medio, de éstas calculo que puede haber aproximadamente doscientas mil
parejas cuyas mujeres son fecundas; de ese número resto treinta mil parejas
capaces de mantener a sus hijos, aunque entiendo que puede no haber tantas
bajo las actuales angustias del reino; pero suponiéndolo así, quedarán
ciento setenta mil parideras. Resto nuevamente cincuenta mil por las
mujeres que abortan, o cuyos hijos mueren por accidente o enfermedad antes
de cumplir el año. Quedan sólo ciento veinte mil hijos de padres pobres
nacidos anualmente: la cuestión es entonces, cómo se educará y sostendrá a
esta cantidad, lo cual, como ya he dicho, es completamente imposible, en el
actual estado de cosas, mediante los métodos hasta ahora propuestos. Porque
no podemos emplearlos ni en la artesanía ni en la agricultura; ni
construimos casas (quiero decir en el campo) ni cultivamos la tierra:
raramente pueden ganarse la vida mediante el robo antes de los seis años,
excepto cuando están precozmente dotados, aunque confieso que aprenden los
rudimentos mucho antes, época durante la cual sólo pueden considerarse
aficionados, según me ha informado un caballero del condado de Cavan, quien
me aseguró que nunca supo de más de uno o dos casos bajo la edad de seis,
ni siquiera en una parte del reino tan renombrada por la más pronta
competencia en ese arte.
Me aseguran nuestros comerciantes que un muchacho o muchacha no es
mercancía vendible antes de los doce años; e incluso cuando llegan a esta
edad no producirán más de tres libras o tres libras y media corona como
máximo en la transacción; lo que ni siquiera puede compensar a los padres o
al reino el gasto en nutrición y harapos, que habrá sido al menos de cuatro
veces ese valor.
Propondré ahora por lo tanto humildemente mis propias reflexiones, que
espero no se prestarán a la menor objeción.
Me ha asegurado un americano muy entendido que conozco en Londres, que
un tierno niño sano y bien criado constituye al año de edad el alimento más
delicioso, nutritivo y saludable, ya sea estofado, asado, al horno o
hervido; y no dudo que servirá igualmente en un fricasé o un ragout.
Ofrezco por lo tanto humildemente a la consideración del público que de
los ciento veinte mil niños ya calculados, veinte mil se reserven para la
reproducción, de los cuales sólo una cuarta parte serán machos; lo que es
más de lo que permitimos a las ovejas, las vacas y los puercos; y mi razón
es que esos niños raramente son frutos del matrimonio, una circunstancia no
muy estimada por nuestros salvajes, en consecuencia un macho será
suficiente para servir a cuatro hembras. De manera que los cien mil
restantes pueden, al año de edad, ser ofrecidos en venta a las personas de
calidad y fortuna del reino; aconsejando siempre a las madres que los
amamanten copiosamente durante el último mes, a fin de ponerlos regordetes
y mantecosos para una buena mesa. Un niño llenará dos fuentes en una comida
para los amigos; y cuando la familia cene sola, el cuarto delantero o
trasero constituirá un plato razonable, y sazonado con un poco de pimienta
o de sal después de hervirlo resultará muy bueno hasta el cuarto día,
especialmente en invierno.
He calculado que como término medio un niño recién nacido pesará doce
libras, y en un año solar, si es tolerablemente criado, alcanzará las
veintiocho.
Concedo que este manjar resultará algo costoso, y será por lo tanto muy
apropiado para terratenientes, quienes, como ya han devorado a la mayoría
de los padres, parecen acreditar los mejores derechos sobre los hijos.
Todo el año habrá carne de infante, pero más abundantemente en marzo, y
un poco antes o después: pues nos informa un grave autor, eminente médico
francés, que siendo el pescado una dieta prolífica, en los países católicos
romanos nacen muchos mas niños aproximadamente nueve meses después de
Cuaresma que en cualquier otra estación; en consecuencia, contando un año
después de Cuaresma, los mercados estarán más abarrotados que de costumbre,
porque el número de niños papistas es por lo menos de tres a uno en este
reino: y entonces esto traerá otra ventaja colateral, al disminuir el
número de papistas entre nosotros.
Ya he calculado el costo de crianza de un hijo de mendigo (entre los
que incluyo a todos los cabañeros, a los jornaleros y a cuatro quintos de
los campesinos) en unos dos chelines por año, harapos incluidos; y creo que
ningún caballero se quejaría de pagar diez chelines por el cuerpo de un
buen niño gordo, del cual, como he dicho, sacará cuatro fuentes de
excelente carne nutritiva cuando sólo tenga a algún amigo o a su propia
familia a comer con él. De este modo, el hacendado aprenderá a ser un buen
terrateniente y se hará popular entre los arrendatarios; y la madre tendrá
ocho chelines de ganancia limpia y quedará en condiciones de trabajar hasta
que produzca otro niño.
Quienes sean más ahorrativos (como debo confesar que requieren los
tiempos) pueden desollar el cuerpo; con la piel, artificiosamente
preparada, se podrán hacer admirables guantes para damas y botas de verano
para caballeros elegantes.
En nuestra ciudad de Dublín, los mataderos para este propósito pueden
establecerse en sus zonas más convenientes, y podemos estar seguros de que
carniceros no faltarán; aunque más bien recomiendo comprar los niños vivos
y adobarlos mientras aún están tibios del cuchillo, como hacemos para asar
los cerdos.
Una persona muy respetable, verdadera amante de su patria, cuyas
virtudes estimo muchísimo, se entretuvo últimamente en discurrir sobre este
asunto con el fin de ofrecer un refinamiento de mi plan. Se le ocurrió que,
puesto que muchos caballeros de este reino han terminado por exterminar sus
ciervos, la demanda de carne de venado podría ser bien satisfecha por los
cuerpos de jóvenes mozos y doncellas, no mayores de catorce años ni menores
de doce; ya que son tantos los que están a punto de morir de hambre en todo
el país, por falta de trabajo y de ayuda; de éstos dispondrían sus padres,
si estuvieran vivos, o de lo contrario, sus parientes más cercanos. Pero
con la debida consideración a tan excelente amigo y meritorio patriota, no
puedo mostrarme de acuerdo con sus sentimientos; porque en lo que concierne
a los machos, mi conocido americano me aseguró, en base a su frecuente
experiencia, que la carne era generalmente correosa y magra, como la de
nuestros escolares por el continuo ejercicio, y su sabor desagradable; y
cebarlos no justificaría el gasto. En cuanto a la mujeres, creo
humildemente que constituiría una pérdida para el público, porque muy
pronto serían fecundas; y además, no es improbable que alguna gente
escrupulosa fuera capaz de censurar semejante práctica (aunque por cierto
muy injustamente) como un poco lindante con la crueldad; lo cual, confieso,
ha sido siempre para mí la objeción más firme contra cualquier proyecto,
por bien intencionado que estuviera.
Pero a fin de justificar a mi amigo, él confesó que este expediente se
lo metió en la cabeza el famoso Psalmanazar, un nativo de la isla de
Formosa que llegó de allí a Londres hace más de veinte años, y que
conversando con él le contó que en su país, cuando una persona joven era
condenada a muerte, el verdugo vendía el cadáver a personas de calidad como
un bocado de los mejores, y que en su época el cuerpo de una rolliza
muchacha de quince años, que fue crucificada por un intento de envenenar al
emperador, fue vendido al Primer Ministro del Estado de Su Majestad
Imperial y a otros grandes mandarines de la corte, junto al patíbulo, por
cuatrocientas coronas. Ni en efecto puedo negar que si el mismo uso se
hiciera de varias jóvenes rollizas de esta ciudad, que sin tener cuatro
peniques de fortuna no pueden andar si no es en coche, y aparecen en el
teatro y las reuniones con exóticos atavíos que nunca pagarán, el reino no
estaría peor.
Algunas personas de espíritu agorero están muy preocupadas por la gran
cantidad de pobres que están viejos, enfermos o inválidos, y me han pedido
que dedique mi talento a encontrar el medio de desembarazar a la nación de
un estorbo tan gravoso. Pero este asunto no me aflige en absoluto, porque
es muy sabido que esa gente se está muriendo y pudriendo cada día por el
frío y el hambre, la inmundicia y los piojos, tan rápidamente como se puede
razonablemente esperar. Y en cuanto a los trabajadores jóvenes, están en
una situación igualmente prometedora; no pueden conseguir trabajo y
desfallecen de hambre, hasta tal punto que si alguna vez son tomados para
un trabajo común no tienen fuerza para cumplirlo; y entonces el país y
ellos mismos son felizmente librados de los males futuros.
He divagado excesivamente, de manera que volveré al tema. Me parece que
las ventajas de la proposición que he enunciado son obvias y muchas, así
como de la mayor importancia.
En primer lugar, como ya he observado, disminuiría grandemente el
número de papistas que nos invaden anualmente, que son los principales
engendradores de la nación y nuestros enemigos más peligrosos; y que se
quedan en el país con el propósito de entregar el reino al Pretendiente,
esperando sacar ventaja de la ausencia de tantos buenos protestantes,
quienes han preferido abandonar el país antes que quedarse en él pagando
diezmos contra su conciencia a un cura episcopal.
Segundo, los más pobres arrendatarios poseerán algo de valor que la ley
podrá hacer embargable y que les ayudará a pagar su renta al terrateniente,
habiendo sido confiscados ya su ganado y cereales, y siendo el dinero algo
desconocido para ellos.
Tercero, puesto que la manutención de cien mil niños, de dos años para
arriba, no se puede calcular en menos de diez chelines anuales por cada
uno, el tesoro nacional se verá incrementado en cincuenta mil libras por
año, sin contar el provecho del nuevo plato introducido en las mesas de
todos los caballeros de fortuna del reino que tengan algún refinamiento en
el gusto. Y el dinero circulará sólo entre nosotros, ya que los bienes
serán enteramente producidos y manufacturados por nosotros.
Cuarto, las reproductoras constantes, además de ganar ocho chelines
anuales por la venta de sus niños, se quitarán de encima la obligación de
mantenerlos después del primer año.
Quinto, este manjar atraerá una gran clientela a las tabernas, donde
los venteros serán seguramente tan prudentes como para procurarse las
mejores recetas para prepararlo a la perfección, y consecuentemente ver sus
casas frecuentadas por todos los distinguidos caballeros, quienes se
precian con justicia de su conocimiento del buen comer: y un diestro
cocinero, que sepa cómo agradar a sus huéspedes, se las ingeniará para
hacerlo tan caro como a ellos les plazca.
Sexto: esto constituirá un gran estímulo para el matrimonio, que todas
las naciones sabias han alentado mediante recompensas o impuesto mediante
leyes y penalidades. Aumentaría el cuidado y la ternura de las madres hacia
sus hijos, al estar seguras de que los pobres niños tendrían una colocación
de por vida, provista de algún modo por el público, y que les daría una
ganancia anual en vez de gastos. Pronto veríamos una honesta emulación
entre las mujeres casadas para mostrar cuál de ellas lleva al mercado al
niño más gordo. Los hombres atenderían a sus esposas durante el embarazo
tanto como atienden ahora a sus yeguas, sus vacas o sus puercas cuando
están por parir; y no las amenazarían con golpearlas o patearlas (práctica
tan frecuente) por temor a un aborto.
Muchas otras ventajas podrían enumerarse. Por ejemplo, la adición de
algunos miles de reses a nuestra exportación de carne en barricas, la
difusión de la carne de puerco y el progreso en el arte de hacer buen
tocino, del que tanto carecemos ahora a causa de la gran destrucción de
cerdos, demasiado frecuentes en nuestras mesas; que no pueden compararse en
gusto o magnificencia con un niño de un año, gordo y bien desarrollado, que
hará un papel considerable en el banquete de un Alcalde o en cualquier otro
convite público. Pero, siendo adicto a la brevedad, omito esta y muchas
otras ventajas.
Suponiendo que mil familias de esta ciudad serían compradoras
habituales de carne de niño, además de otras que la comerían en
celebraciones, especialmente casamientos y bautismos: calculo que en Dublín
se colocarían anualmente cerca de veinte mil cuerpos, y en el resto del
reino (donde probablemente se venderán algo más barato) las restantes
ochenta mil.
No se me ocurre ningún reparo que pueda oponerse razonablemente contra
esta proposición, a menos que se aduzca que la población del Reino se vería
muy disminuida. Esto lo reconozco francamente, y fue de hecho mi principal
motivo para ofrecerla al mundo. Deseo que el lector observe que he
calculado mi remedio para este único y particular Reino de Irlanda, y no
para cualquier otro que haya existido, exista o pueda existir sobre la
tierra. Por consiguiente, que ningún hombre me hable de otros expedientes:
de crear impuestos para nuestros desocupados a cinco chelines por libra; de
no usar ropas ni mobiliario que no sean producidos por nosotros; de
rechazar completamente los materiales e instrumentos que fomenten el lujo
exótico; de curar el derroche de engreimiento, vanidad, holgazanería y
juego en nuestras mujeres; de introducir una vena de parsimonia, prudencia
y templanza; de aprender a amar a nuestro país, en lo cual nos
diferenciamos hasta de los lapones y los habitantes de Tupinambú; de
abandonar nuestras animosidades y facciones, de no actuar más como los
judíos, que se mataban entre ellos mientras su ciudad era tomada; de
cuidarnos un poco de no vender nuestro país y nuestra conciencia por nada;
de enseñar a los terratenientes a tener aunque sea un punto de compasión de
sus arrendatarios. De imponer, en fin, un espíritu de honestidad, industria
y cuidado en nuestros comerciantes, quienes, si hoy tomáramos la decisión
de no comprar otras mercancías que las nacionales, inmediatamente se
unirían para trampearnos en el precio, la medida y la calidad, y a quienes
por mucho que se insistiera no se les podría arrancar una sola oferta de
comercio honrado.
Por consiguiente, repito, que ningún hombre me hable de esos y
parecidos expedientes, hasta que no tenga por lo menos un atisbo de
esperanza de que se hará alguna vez un intento sano y sincero de ponerlos
en práctica. Pero en lo que a mí concierne, habiéndome fatigado durante
muchos años ofreciendo ideas vanas, ociosas y visionarias, y al final
completamente sin esperanza de éxito, di afortunadamente con este proyecto,
que por ser totalmente novedoso tiene algo de sólido y real, trae además
poco gasto y pocos problemas, está completamente a nuestro alcance, y no
nos pone en peligro de desagradar a Inglaterra. Porque esta clase de
mercancía no soportará la exportación, ya que la carne es de una
consistencia demasiado tierna para admitir una permanencia prolongada en
sal, aunque quizá yo podría mencionar un país que se alegraría de devorar
toda nuestra nación aún sin ella.
Después de todo, no me siento tan violentamente ligado a mi propia
opinión como para rechazar cualquier plan propuesto por hombres sabios que
fuera hallado igualmente inocente, barato, cómodo y eficaz. Pero antes de
que alguna cosa de ese tipo sea propuesta en contradicción con mi plan,
deseo que el autor o los autores consideren seriamente dos puntos. Primero,
tal como están las cosas, cómo se las arreglarán para encontrar ropas y
alimentos para cien mil bocas y espaldas inútiles. Y segundo, ya que hay en
este reino alrededor de un millón de criaturas de forma humana cuyos gastos
de subsistencia reunidos las dejaría debiendo dos millones de libras
esterlinas, añadiendo los que son mendigos profesionales al grueso de
campesinos, cabañeros y peones, con sus esposas e hijos, que son mendigos
de hecho: yo deseo que esos políticos que no gusten de mi propuesta y sean
tan atrevidos como para intentar una contestación, pregunten primero a lo
padres de esos mortales si hoy no creen que habría sido una gran felicidad
para ellos haber sido vendidos como alimento al año de edad de la manera
que yo recomiendo, y de ese modo haberse evitado un escenario perpetuo de
infortunios como el que han atravesado desde entonces por la opresión de
los terratenientes, la imposibilidad de pagar la renta sin dinero, la falta
de sustento y de casa y vestido para protegerse de las inclemencias del
tiempo, y la más inevitable expectativa de legar parecidas o mayores
miserias a sus descendientes para siempre.
Declaro, con toda la sinceridad de mi corazón, que no tengo el menor
interés personal en esforzarme por promover esta obra necesaria, y que no
me impulsa otro motivo que el bien público de mi patria, desarrollando
nuestro comercio, cuidando de los niños, aliviando al pobre y dando algún
placer al rico. No tengo hijos por los que pueda proponerme obtener un solo
penique; el más joven tiene nueve años, y mi mujer ya no es fecunda.
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