fundido en negro | relato
BODAS DE DIAMANTE
Serafín dio uno de sus gritos, ¡Lucrecia, dónde coño metiste mis
chancletas!, y ella sonrió, sin preocuparse por responder, aunque no
dejó de pensar: "¡Cabrón!". Entonces miró el reloj de la cocina y
comprobó que, para ser exquisito, su guión debía esperar otras dos
horas. ¿Pero qué eran aquellos 120 minutos que la separaban de la
redención? Nada, o mejor, puro gozo, concluyó mientras lavaba unos
platos y pensaba en las seis décadas de una condena cumplida tan
profunda y plenamente.
Cuando andaba por los 62 años y los 42 de su matrimonio con Serafín había tenido la suerte de leer aquel artículo donde se deslizaba la información que, desde ese segundo, la había mantenido viva y expectante: según el Código Penal, a los 80 años los ciudadanos del país, aunque no perdían la responsabilidad penal, quedaban exentos de cumplir condenas carcelarias por cualquier delito que cometieran. La idea llegó como un relámpago y, desde aquel día, Lucrecia empezó a ser verdaderamente feliz: ¿si ya había resistido 42 años, qué cosa eran otros 18, esperados con un único y satisfactorio propósito?
Su mayor preocupación fue que la naturaleza -o Dios, según los creyentes- le hiciera una mala faena y se llevara del mundo a Serafín o quizás a ella misma, antes de que se cumpliera el plazo y le arrebatara aquel inmenso placer. También la martirizaba la posibilidad de que modificaran las leyes y desapareciera una bonificación que parecía decretada para ella: porque si bien había sido capaz de soportar a Serafín, sus ataques de ira, sus gritos y ofensas por cualquier motivo y hasta sus eyaculaciones precoces, el encierro en una cárcel era algo que la horrorizaba -más incluso que vivir con un tirano que, 17 veces en 60 años, había llegado a la agresión física-.
Durante los primeros años de matrimonio cometió el error de desestimar la opción del divorcio a causa de sus tres hijos. Pero esos mismos hijos pusieron mar por medio en cuanto les fue posible y en alguna ocasión le confesaron que se iban de la casa y del país para estar lo más lejos posible del padre. Y le aconsejaron hacer lo mismo: pero ella dejó pasar el tiempo y cuando lo pensaba seriamente, leyó el artículo que le dio sentido a su vida.
Desde que supo cómo se libraría del sátrapa que le amargaba la vida a todo el que se le aproximara, Lucrecia comenzó a vivir cada día de aquella moratoria con una fruición indescriptible: como mismo se había convertido en su carcelera, ella ejecutaría su liberación.
A las 11.10, Lucrecia se bebió una taza de café. Oficial y cronológicamente había entrado en los 80 años. Levantó el teléfono y llamó a la policía para notificar el asesinato de Serafín Torres, y añadió su dirección.
Esperó entonces a que su casi difunto marido diera un grito reclamando el oloroso café. Enseguida, mi amor, respondió. Lucrecia se enjugó el sudor, pensó que en la calle el calor debía ser espantoso y, mientras, acarició el hacha que guardaba en la gaveta de la cocina. Cantando por lo bajo Vereda tropical fue a cumplir el sueño que la había mantenido en pie aquellos 18 años de paciencia y felicidad.
Cuando andaba por los 62 años y los 42 de su matrimonio con Serafín había tenido la suerte de leer aquel artículo donde se deslizaba la información que, desde ese segundo, la había mantenido viva y expectante: según el Código Penal, a los 80 años los ciudadanos del país, aunque no perdían la responsabilidad penal, quedaban exentos de cumplir condenas carcelarias por cualquier delito que cometieran. La idea llegó como un relámpago y, desde aquel día, Lucrecia empezó a ser verdaderamente feliz: ¿si ya había resistido 42 años, qué cosa eran otros 18, esperados con un único y satisfactorio propósito?
Su mayor preocupación fue que la naturaleza -o Dios, según los creyentes- le hiciera una mala faena y se llevara del mundo a Serafín o quizás a ella misma, antes de que se cumpliera el plazo y le arrebatara aquel inmenso placer. También la martirizaba la posibilidad de que modificaran las leyes y desapareciera una bonificación que parecía decretada para ella: porque si bien había sido capaz de soportar a Serafín, sus ataques de ira, sus gritos y ofensas por cualquier motivo y hasta sus eyaculaciones precoces, el encierro en una cárcel era algo que la horrorizaba -más incluso que vivir con un tirano que, 17 veces en 60 años, había llegado a la agresión física-.
Durante los primeros años de matrimonio cometió el error de desestimar la opción del divorcio a causa de sus tres hijos. Pero esos mismos hijos pusieron mar por medio en cuanto les fue posible y en alguna ocasión le confesaron que se iban de la casa y del país para estar lo más lejos posible del padre. Y le aconsejaron hacer lo mismo: pero ella dejó pasar el tiempo y cuando lo pensaba seriamente, leyó el artículo que le dio sentido a su vida.
Desde que supo cómo se libraría del sátrapa que le amargaba la vida a todo el que se le aproximara, Lucrecia comenzó a vivir cada día de aquella moratoria con una fruición indescriptible: como mismo se había convertido en su carcelera, ella ejecutaría su liberación.
A las 11.10, Lucrecia se bebió una taza de café. Oficial y cronológicamente había entrado en los 80 años. Levantó el teléfono y llamó a la policía para notificar el asesinato de Serafín Torres, y añadió su dirección.
Esperó entonces a que su casi difunto marido diera un grito reclamando el oloroso café. Enseguida, mi amor, respondió. Lucrecia se enjugó el sudor, pensó que en la calle el calor debía ser espantoso y, mientras, acarició el hacha que guardaba en la gaveta de la cocina. Cantando por lo bajo Vereda tropical fue a cumplir el sueño que la había mantenido en pie aquellos 18 años de paciencia y felicidad.
Leonardo Padura es autor de la novela La neblina del ayer (Tusquets).
La muerte feliz de Alborada Almanza
Alborada Almanza despertó suavemente con la sensación de que algo
extraordinario iba a ocurrirle ese día. Apenas abrió los ojos, recibió
la punzada de la premonición y trató de encontrar la causa de aquel
alborozo que la embargaba después de otra mala noche, plagada como
siempre de pesadillas calientes y en colores que ya ni se preocupaba por
recordar. Desde la cama observó el almanaque que ella misma había
fabricado y, aunque el santo del día era su amado san Rafael Arcángel,
la fecha no le resultó reveladora, pues no era su cumpleaños y mucho
menos el día esperado en que despachaban los mandados en la bodega.
Lentamente, para no incomodar la rigidez de la artritis, la anciana se
incorporó en la cama y se calzó las raídas pantuflas. Reunió fuerzas y
tomó impulso para levantarse: de un solo intento quedó en pie,
perfectamente erecta, y fue entonces cuando empezó a temer que su
hermoso despertar no fuera más que otra jugada sucia de las pesadillas
que le provocaban el hambre, el calor y la vejez. Un sueño así tengo que
disfrutarlo, pensó, y, como ya estaba segura de que podían ocurrirle
cosas inusuales, aun cuando no fuera su cumpleaños ni el día de la
compra de los mandados, caminó con determinación hacia la cocina y buscó
una revelación en el pomo donde guardaba el café. Con alegría vio que
el recipiente estaba repleto del polvo negro cuya ausencia tanto la
hacía sufrir: su cuota de dos onzas quincenales apenas le alcanzaba para
tres desayunos y los 12 días restantes debía calmar el crujido matinal
de sus tripas con las tizanas de anís, de hojas de naranja o de
cogollitos de anón que solía preparar con mucho azúcar para sentir en su
sangre un poco de energía que la empujara a vivir. Mientras el agua
para el café se calentaba, Alborada buscó en la despensa el cartucho del
polvo de cereal con sabor a tierra que tragaba algunas mañanas y
recibió una sorpresa mayor: allí estaba, invicta, una lata de leche
condensada, con dos vaquitas en la etiqueta y las letras rusas que tan
bien conocía: desde hacía diez años aquella leche cremosa y pesada había
desaparecido de los mercados de la isla y encontrarla allí, dispuesta
para ella, podía ser el mejor de los regalos posibles si no hubiera sido
porque en el fogón, junto al agua que ya hervía con el polvo del café,
Alborada descubrió dos pastelitos de guayaba, de aquellos que cada
mañana de su vida, entre 1933 y 1967, le obsequiara su difunto esposo,
Tobías, hasta que la panadería del barrio fue clausurada por la Ofensiva
Revolucionaria y desaparecieran para siempre los crujientes pastelitos
de guayaba junto con los montecristos de chocolate y las torticas de
Morón. Vale la pena soñar así, se dijo Alborada mientras colaba el café y
recibía el regalo de su aroma vivificante, capaz de despertar a un
muerto. ¿Y si me despierta a mí?, se alarmó la anciana, que optó por
invertir sus hábitos perdidos y comenzó el desayuno devorando los dos
pasteles, para luego beber la leche condensada y dejar para el final la
lenta degustación de aquel café divino, que le resultó más amargo por la
ingestión previa de los pasteles y la leche dulce. Con mucho miedo,
Alborada esperó el despertar fatídico, con dolor en los huesos y
crujidos en las tripas: incluso cerró los ojos, para hacerlo todo del
modo más natural, pero cuando descubrió que en su boca persistía el
sabor del café, comprendió maravillada que no iba a ser fácil salir de
aquel sueño exótico. Cumpliendo un mandato de su piel, Alborada se
desnudó en la cocina: abandonó en una silla la vieja bata de dormir que
ya había perdido todos sus encajes y luego desató el cordón que sostenía
el blúmer sobre los huesos de sus caderas y dejó que éste corriera
hacia el suelo. Aunque se trataba del mejor sueño de su vida, todo
seguía pareciendo tan real que Alborada prefirió no correr el riesgo de
mirar su cuerpo devastado por la vida y el hambre de los últimos años, y
caminó hacia la ducha con la cabeza en alto, dispuesta a bañarse con un
jabón Palmolive, a cepillarse los dientes postizos con pasta Gravy y a
perfumarse con la loción de Avon que había visto por última vez como
regalo de su 48º cumpleaños, allá por 1962. Mientras el agua la
purificaba, Alborada se sintió acompañada. Era una sensación remota,
como todas las que estaba recuperando esa mañana, pues desde la muerte
de Tobías, 22 años atrás, nadie había compartido el baño con ella. "Qué
bueno es no estar sola", dijo en voz alta, pues la sensación de compañía
era tan palpable como cada uno de los pequeños placeres rescatados del
olvido, como la agilidad que volvía a sus músculos fláccidos, como los
deseos de no despertar jamás y vivir eternamente en aquel mundo donde
los pasteles de guayaba, la leche condensada, el jabón Palmolive y,
sobre todo, el café -café puro, sin mezclas horripilantes- resultaban
tan posibles como lo era su ausencia en el otro mundo donde había vivido
en los últimos años. Allá, en la amarga realidad de su vida real, más
de una noche se acostó con hambre y, mientras miraba el cielo estrellado
por las rendijas del techo, tímidamente le había pedido a Dios y a san
Rafael Arcángel que le concedieran una muerte rápida e indolora que la
librara de las pesadillas, del calor y del estreñimiento que le
provocaban los cocimientos matinales cargados de azúcar. -Por eso estoy
aquí -dijo la presencia, y Alborada tuvo la intención de cubrirse, pero
algo la detuvo-. Me alegra que huelas bien... - ¿Eres tú? -preguntó la
anciana. - ¿Quién si no? Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que
están al servicio del Señor. Tú querías que viniera y el Señor me
permitió complacerte... -¿Entonces...? -Sí, Alborada, estás muerta y
vengo a buscarte. Perfúmate bien, que nos vamos al cielo. -Ay, Dios mío
-susurró la anciana más preocupada por la idea de perder lo que hacía
tan poco había recuperado que por el hecho esperado de estar muerta.
-¿Qué pasa? ¿Por qué dudas? Alborada corrió la cortina y vio ante sí a
un mulato alto, luminoso, completamente desnudo, al que le faltaban las
alas que debía tener, pero que entre las piernas lucía una brillante
verga surcada de venas. -No te pareces a él... -dijo, indicando hacia la
esfingie rosada que tenía en el cuarto. -Mejor di que él no se parece a
mí. ¿Es que no te gusto? -No, no es eso... es que irme así, ahora...
-Tú lo pediste. Como hoy es mi día, el Señor me concede escoger a quién
puedo llevarme. Tú eres casi una santa, por eso quise complacerte. -Pero
cuando quería morirme no tenía café, ni pasteles, ni leche... y ahora
que los probé otra vez... -¿Prefieres quedarte por esas tonterías? ¿No
ir al cielo y condenarte al infierno? Alborada sintió temblores. Al fin
asumía que estaba verdaderamente muerta y que los dolores y carencias de
su vida jamás regresarían, pero tampoco regresaría el sabor del café
mezclado que bebía seis mañanas al mes, el olor de la albahaca silvestre
con que sazonaba todas sus comidas, y la expectación por saber con
quién se casaría la muchacha de la telenovela. La vida podía ser
terrible, pero era la vida. -Sí, Alborada, estás muerta y vas al cielo.
-¿Y si no quiero? -se atrevió a preguntar. Ya nada peor podía ocurrirle y
de pronto descubrió que se sentía desinhibida, libre del miedo con el
que siempre había vivido. Lo malo es que esto me pase cuando estoy
muerta, pensó. -Lo siento -se disculpó el arcángel, y por primera vez
sonrió-. Así es la vida: unos van al cielo por valientes; otros, por
cobardes. Ya no hay remedio: yo soy el premio a tu miedo... -Gracias por
tu sinceridad... -susurró la anciana recién muerta, y al fin se atrevió
a mirar su cuerpo: seguía siendo viejo, arrugado, con los huesos a flor
de piel: un mal recuerdo de su otra existencia. Entonces comprendió que
lo mejor era obedecer, como siempre hizo: total, el infierno ya lo
conocía y quizá en el cielo hasta hubiera los pasteles de guayaba y el
café que tanto extrañaba cuando estaba viva y miraba con tristeza la
despensa mustia de su cocina. -¿Puedo hacer algo más antes de irnos?
-Depende, Alborada -musitó el arcángel. -Es muy fácil: quiero ver el
mar, acariciar un perro y quiero oír un danzón. El mulato celestial
volvió a sonreír y Alborada advirtió un rubor en sus mejillas.
-Concedido -dijo-. Con la condición de que me dejes bailar el danzón
contigo. Hace siglos que no bailo. -Será un honor -dijo Alborada, y
pensó que su cobardía había valido la pena. Al fin y al cabo iba al
cielo y Dios le había otorgado la mejor de las muertes posibles:
acompañada por el arcángel Rafael y al ritmo de Almendra, su danzón
favorito.
La muerte feliz de Alborada Almanza
Alborada Almanza despertó suavemente con la sensación de que algo
extraordinario iba a ocurrirle ese día. Apenas abrió los ojos, recibió
la punzada de la premonición y trató de encontrar la causa de aquel
alborozo que la embargaba después de otra mala noche, plagada como
siempre de pesadillas calientes y en colores que ya ni se preocupaba por
recordar. Desde la cama observó el almanaque que ella misma había
fabricado y, aunque el santo del día era su amado san Rafael Arcángel,
la fecha no le resultó reveladora, pues no era su cumpleaños y mucho
menos el día esperado en que despachaban los mandados en la bodega.
Lentamente, para no incomodar la rigidez de la artritis, la anciana se
incorporó en la cama y se calzó las raídas pantuflas. Reunió fuerzas y
tomó impulso para levantarse: de un solo intento quedó en pie,
perfectamente erecta, y fue entonces cuando empezó a temer que su
hermoso despertar no fuera más que otra jugada sucia de las pesadillas
que le provocaban el hambre, el calor y la vejez. Un sueño así tengo que
disfrutarlo, pensó, y, como ya estaba segura de que podían ocurrirle
cosas inusuales, aun cuando no fuera su cumpleaños ni el día de la
compra de los mandados, caminó con determinación hacia la cocina y buscó
una revelación en el pomo donde guardaba el café. Con alegría vio que
el recipiente estaba repleto del polvo negro cuya ausencia tanto la
hacía sufrir: su cuota de dos onzas quincenales apenas le alcanzaba para
tres desayunos y los 12 días restantes debía calmar el crujido matinal
de sus tripas con las tizanas de anís, de hojas de naranja o de
cogollitos de anón que solía preparar con mucho azúcar para sentir en su
sangre un poco de energía que la empujara a vivir. Mientras el agua
para el café se calentaba, Alborada buscó en la despensa el cartucho del
polvo de cereal con sabor a tierra que tragaba algunas mañanas y
recibió una sorpresa mayor: allí estaba, invicta, una lata de leche
condensada, con dos vaquitas en la etiqueta y las letras rusas que tan
bien conocía: desde hacía diez años aquella leche cremosa y pesada había
desaparecido de los mercados de la isla y encontrarla allí, dispuesta
para ella, podía ser el mejor de los regalos posibles si no hubiera sido
porque en el fogón, junto al agua que ya hervía con el polvo del café,
Alborada descubrió dos pastelitos de guayaba, de aquellos que cada
mañana de su vida, entre 1933 y 1967, le obsequiara su difunto esposo,
Tobías, hasta que la panadería del barrio fue clausurada por la Ofensiva
Revolucionaria y desaparecieran para siempre los crujientes pastelitos
de guayaba junto con los montecristos de chocolate y las torticas de
Morón. Vale la pena soñar así, se dijo Alborada mientras colaba el café y
recibía el regalo de su aroma vivificante, capaz de despertar a un
muerto. ¿Y si me despierta a mí?, se alarmó la anciana, que optó por
invertir sus hábitos perdidos y comenzó el desayuno devorando los dos
pasteles, para luego beber la leche condensada y dejar para el final la
lenta degustación de aquel café divino, que le resultó más amargo por la
ingestión previa de los pasteles y la leche dulce. Con mucho miedo,
Alborada esperó el despertar fatídico, con dolor en los huesos y
crujidos en las tripas: incluso cerró los ojos, para hacerlo todo del
modo más natural, pero cuando descubrió que en su boca persistía el
sabor del café, comprendió maravillada que no iba a ser fácil salir de
aquel sueño exótico. Cumpliendo un mandato de su piel, Alborada se
desnudó en la cocina: abandonó en una silla la vieja bata de dormir que
ya había perdido todos sus encajes y luego desató el cordón que sostenía
el blúmer sobre los huesos de sus caderas y dejó que éste corriera
hacia el suelo. Aunque se trataba del mejor sueño de su vida, todo
seguía pareciendo tan real que Alborada prefirió no correr el riesgo de
mirar su cuerpo devastado por la vida y el hambre de los últimos años, y
caminó hacia la ducha con la cabeza en alto, dispuesta a bañarse con un
jabón Palmolive, a cepillarse los dientes postizos con pasta Gravy y a
perfumarse con la loción de Avon que había visto por última vez como
regalo de su 48º cumpleaños, allá por 1962. Mientras el agua la
purificaba, Alborada se sintió acompañada. Era una sensación remota,
como todas las que estaba recuperando esa mañana, pues desde la muerte
de Tobías, 22 años atrás, nadie había compartido el baño con ella. "Qué
bueno es no estar sola", dijo en voz alta, pues la sensación de compañía
era tan palpable como cada uno de los pequeños placeres rescatados del
olvido, como la agilidad que volvía a sus músculos fláccidos, como los
deseos de no despertar jamás y vivir eternamente en aquel mundo donde
los pasteles de guayaba, la leche condensada, el jabón Palmolive y,
sobre todo, el café -café puro, sin mezclas horripilantes- resultaban
tan posibles como lo era su ausencia en el otro mundo donde había vivido
en los últimos años. Allá, en la amarga realidad de su vida real, más
de una noche se acostó con hambre y, mientras miraba el cielo estrellado
por las rendijas del techo, tímidamente le había pedido a Dios y a san
Rafael Arcángel que le concedieran una muerte rápida e indolora que la
librara de las pesadillas, del calor y del estreñimiento que le
provocaban los cocimientos matinales cargados de azúcar. -Por eso estoy
aquí -dijo la presencia, y Alborada tuvo la intención de cubrirse, pero
algo la detuvo-. Me alegra que huelas bien... - ¿Eres tú? -preguntó la
anciana. - ¿Quién si no? Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que
están al servicio del Señor. Tú querías que viniera y el Señor me
permitió complacerte... -¿Entonces...? -Sí, Alborada, estás muerta y
vengo a buscarte. Perfúmate bien, que nos vamos al cielo. -Ay, Dios mío
-susurró la anciana más preocupada por la idea de perder lo que hacía
tan poco había recuperado que por el hecho esperado de estar muerta.
-¿Qué pasa? ¿Por qué dudas? Alborada corrió la cortina y vio ante sí a
un mulato alto, luminoso, completamente desnudo, al que le faltaban las
alas que debía tener, pero que entre las piernas lucía una brillante
verga surcada de venas. -No te pareces a él... -dijo, indicando hacia la
esfingie rosada que tenía en el cuarto. -Mejor di que él no se parece a
mí. ¿Es que no te gusto? -No, no es eso... es que irme así, ahora...
-Tú lo pediste. Como hoy es mi día, el Señor me concede escoger a quién
puedo llevarme. Tú eres casi una santa, por eso quise complacerte. -Pero
cuando quería morirme no tenía café, ni pasteles, ni leche... y ahora
que los probé otra vez... -¿Prefieres quedarte por esas tonterías? ¿No
ir al cielo y condenarte al infierno? Alborada sintió temblores. Al fin
asumía que estaba verdaderamente muerta y que los dolores y carencias de
su vida jamás regresarían, pero tampoco regresaría el sabor del café
mezclado que bebía seis mañanas al mes, el olor de la albahaca silvestre
con que sazonaba todas sus comidas, y la expectación por saber con
quién se casaría la muchacha de la telenovela. La vida podía ser
terrible, pero era la vida. -Sí, Alborada, estás muerta y vas al cielo.
-¿Y si no quiero? -se atrevió a preguntar. Ya nada peor podía ocurrirle y
de pronto descubrió que se sentía desinhibida, libre del miedo con el
que siempre había vivido. Lo malo es que esto me pase cuando estoy
muerta, pensó. -Lo siento -se disculpó el arcángel, y por primera vez
sonrió-. Así es la vida: unos van al cielo por valientes; otros, por
cobardes. Ya no hay remedio: yo soy el premio a tu miedo... -Gracias por
tu sinceridad... -susurró la anciana recién muerta, y al fin se atrevió
a mirar su cuerpo: seguía siendo viejo, arrugado, con los huesos a flor
de piel: un mal recuerdo de su otra existencia. Entonces comprendió que
lo mejor era obedecer, como siempre hizo: total, el infierno ya lo
conocía y quizá en el cielo hasta hubiera los pasteles de guayaba y el
café que tanto extrañaba cuando estaba viva y miraba con tristeza la
despensa mustia de su cocina. -¿Puedo hacer algo más antes de irnos?
-Depende, Alborada -musitó el arcángel. -Es muy fácil: quiero ver el
mar, acariciar un perro y quiero oír un danzón. El mulato celestial
volvió a sonreír y Alborada advirtió un rubor en sus mejillas.
-Concedido -dijo-. Con la condición de que me dejes bailar el danzón
contigo. Hace siglos que no bailo. -Será un honor -dijo Alborada, y
pensó que su cobardía había valido la pena. Al fin y al cabo iba al
cielo y Dios le había otorgado la mejor de las muertes posibles:
acompañada por el arcángel Rafael y al ritmo de Almendra, su danzón
favorito.
La muerte feliz de Alborada Almanza
Alborada Almanza despertó suavemente con la sensación de que algo
extraordinario iba a ocurrirle ese día. Apenas abrió los ojos, recibió
la punzada de la premonición y trató de encontrar la causa de aquel
alborozo que la embargaba después de otra mala noche, plagada como
siempre de pesadillas calientes y en colores que ya ni se preocupaba por
recordar. Desde la cama observó el almanaque que ella misma había
fabricado y, aunque el santo del día era su amado san Rafael Arcángel,
la fecha no le resultó reveladora, pues no era su cumpleaños y mucho
menos el día esperado en que despachaban los mandados en la bodega.
Lentamente, para no incomodar la rigidez de la artritis, la anciana se
incorporó en la cama y se calzó las raídas pantuflas. Reunió fuerzas y
tomó impulso para levantarse: de un solo intento quedó en pie,
perfectamente erecta, y fue entonces cuando empezó a temer que su
hermoso despertar no fuera más que otra jugada sucia de las pesadillas
que le provocaban el hambre, el calor y la vejez. Un sueño así tengo que
disfrutarlo, pensó, y, como ya estaba segura de que podían ocurrirle
cosas inusuales, aun cuando no fuera su cumpleaños ni el día de la
compra de los mandados, caminó con determinación hacia la cocina y buscó
una revelación en el pomo donde guardaba el café. Con alegría vio que
el recipiente estaba repleto del polvo negro cuya ausencia tanto la
hacía sufrir: su cuota de dos onzas quincenales apenas le alcanzaba para
tres desayunos y los 12 días restantes debía calmar el crujido matinal
de sus tripas con las tizanas de anís, de hojas de naranja o de
cogollitos de anón que solía preparar con mucho azúcar para sentir en su
sangre un poco de energía que la empujara a vivir. Mientras el agua
para el café se calentaba, Alborada buscó en la despensa el cartucho del
polvo de cereal con sabor a tierra que tragaba algunas mañanas y
recibió una sorpresa mayor: allí estaba, invicta, una lata de leche
condensada, con dos vaquitas en la etiqueta y las letras rusas que tan
bien conocía: desde hacía diez años aquella leche cremosa y pesada había
desaparecido de los mercados de la isla y encontrarla allí, dispuesta
para ella, podía ser el mejor de los regalos posibles si no hubiera sido
porque en el fogón, junto al agua que ya hervía con el polvo del café,
Alborada descubrió dos pastelitos de guayaba, de aquellos que cada
mañana de su vida, entre 1933 y 1967, le obsequiara su difunto esposo,
Tobías, hasta que la panadería del barrio fue clausurada por la Ofensiva
Revolucionaria y desaparecieran para siempre los crujientes pastelitos
de guayaba junto con los montecristos de chocolate y las torticas de
Morón. Vale la pena soñar así, se dijo Alborada mientras colaba el café y
recibía el regalo de su aroma vivificante, capaz de despertar a un
muerto. ¿Y si me despierta a mí?, se alarmó la anciana, que optó por
invertir sus hábitos perdidos y comenzó el desayuno devorando los dos
pasteles, para luego beber la leche condensada y dejar para el final la
lenta degustación de aquel café divino, que le resultó más amargo por la
ingestión previa de los pasteles y la leche dulce. Con mucho miedo,
Alborada esperó el despertar fatídico, con dolor en los huesos y
crujidos en las tripas: incluso cerró los ojos, para hacerlo todo del
modo más natural, pero cuando descubrió que en su boca persistía el
sabor del café, comprendió maravillada que no iba a ser fácil salir de
aquel sueño exótico. Cumpliendo un mandato de su piel, Alborada se
desnudó en la cocina: abandonó en una silla la vieja bata de dormir que
ya había perdido todos sus encajes y luego desató el cordón que sostenía
el blúmer sobre los huesos de sus caderas y dejó que éste corriera
hacia el suelo. Aunque se trataba del mejor sueño de su vida, todo
seguía pareciendo tan real que Alborada prefirió no correr el riesgo de
mirar su cuerpo devastado por la vida y el hambre de los últimos años, y
caminó hacia la ducha con la cabeza en alto, dispuesta a bañarse con un
jabón Palmolive, a cepillarse los dientes postizos con pasta Gravy y a
perfumarse con la loción de Avon que había visto por última vez como
regalo de su 48º cumpleaños, allá por 1962. Mientras el agua la
purificaba, Alborada se sintió acompañada. Era una sensación remota,
como todas las que estaba recuperando esa mañana, pues desde la muerte
de Tobías, 22 años atrás, nadie había compartido el baño con ella. "Qué
bueno es no estar sola", dijo en voz alta, pues la sensación de compañía
era tan palpable como cada uno de los pequeños placeres rescatados del
olvido, como la agilidad que volvía a sus músculos fláccidos, como los
deseos de no despertar jamás y vivir eternamente en aquel mundo donde
los pasteles de guayaba, la leche condensada, el jabón Palmolive y,
sobre todo, el café -café puro, sin mezclas horripilantes- resultaban
tan posibles como lo era su ausencia en el otro mundo donde había vivido
en los últimos años. Allá, en la amarga realidad de su vida real, más
de una noche se acostó con hambre y, mientras miraba el cielo estrellado
por las rendijas del techo, tímidamente le había pedido a Dios y a san
Rafael Arcángel que le concedieran una muerte rápida e indolora que la
librara de las pesadillas, del calor y del estreñimiento que le
provocaban los cocimientos matinales cargados de azúcar. -Por eso estoy
aquí -dijo la presencia, y Alborada tuvo la intención de cubrirse, pero
algo la detuvo-. Me alegra que huelas bien... - ¿Eres tú? -preguntó la
anciana. - ¿Quién si no? Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que
están al servicio del Señor. Tú querías que viniera y el Señor me
permitió complacerte... -¿Entonces...? -Sí, Alborada, estás muerta y
vengo a buscarte. Perfúmate bien, que nos vamos al cielo. -Ay, Dios mío
-susurró la anciana más preocupada por la idea de perder lo que hacía
tan poco había recuperado que por el hecho esperado de estar muerta.
-¿Qué pasa? ¿Por qué dudas? Alborada corrió la cortina y vio ante sí a
un mulato alto, luminoso, completamente desnudo, al que le faltaban las
alas que debía tener, pero que entre las piernas lucía una brillante
verga surcada de venas. -No te pareces a él... -dijo, indicando hacia la
esfingie rosada que tenía en el cuarto. -Mejor di que él no se parece a
mí. ¿Es que no te gusto? -No, no es eso... es que irme así, ahora...
-Tú lo pediste. Como hoy es mi día, el Señor me concede escoger a quién
puedo llevarme. Tú eres casi una santa, por eso quise complacerte. -Pero
cuando quería morirme no tenía café, ni pasteles, ni leche... y ahora
que los probé otra vez... -¿Prefieres quedarte por esas tonterías? ¿No
ir al cielo y condenarte al infierno? Alborada sintió temblores. Al fin
asumía que estaba verdaderamente muerta y que los dolores y carencias de
su vida jamás regresarían, pero tampoco regresaría el sabor del café
mezclado que bebía seis mañanas al mes, el olor de la albahaca silvestre
con que sazonaba todas sus comidas, y la expectación por saber con
quién se casaría la muchacha de la telenovela. La vida podía ser
terrible, pero era la vida. -Sí, Alborada, estás muerta y vas al cielo.
-¿Y si no quiero? -se atrevió a preguntar. Ya nada peor podía ocurrirle y
de pronto descubrió que se sentía desinhibida, libre del miedo con el
que siempre había vivido. Lo malo es que esto me pase cuando estoy
muerta, pensó. -Lo siento -se disculpó el arcángel, y por primera vez
sonrió-. Así es la vida: unos van al cielo por valientes; otros, por
cobardes. Ya no hay remedio: yo soy el premio a tu miedo... -Gracias por
tu sinceridad... -susurró la anciana recién muerta, y al fin se atrevió
a mirar su cuerpo: seguía siendo viejo, arrugado, con los huesos a flor
de piel: un mal recuerdo de su otra existencia. Entonces comprendió que
lo mejor era obedecer, como siempre hizo: total, el infierno ya lo
conocía y quizá en el cielo hasta hubiera los pasteles de guayaba y el
café que tanto extrañaba cuando estaba viva y miraba con tristeza la
despensa mustia de su cocina. -¿Puedo hacer algo más antes de irnos?
-Depende, Alborada -musitó el arcángel. -Es muy fácil: quiero ver el
mar, acariciar un perro y quiero oír un danzón. El mulato celestial
volvió a sonreír y Alborada advirtió un rubor en sus mejillas.
-Concedido -dijo-. Con la condición de que me dejes bailar el danzón
contigo. Hace siglos que no bailo. -Será un honor -dijo Alborada, y
pensó que su cobardía había valido la pena. Al fin y al cabo iba al
cielo y Dios le había otorgado la mejor de las muertes posibles:
acompañada por el arcángel Rafael y al ritmo de Almendra, su danzón
favorito.
La muerte feliz de Alborada Almanza
Alborada Almanza despertó suavemente con la sensación de que algo
extraordinario iba a ocurrirle ese día. Apenas abrió los ojos, recibió
la punzada de la premonición y trató de encontrar la causa de aquel
alborozo que la embargaba después de otra mala noche, plagada como
siempre de pesadillas calientes y en colores que ya ni se preocupaba por
recordar. Desde la cama observó el almanaque que ella misma había
fabricado y, aunque el santo del día era su amado san Rafael Arcángel,
la fecha no le resultó reveladora, pues no era su cumpleaños y mucho
menos el día esperado en que despachaban los mandados en la bodega.
Lentamente, para no incomodar la rigidez de la artritis, la anciana se
incorporó en la cama y se calzó las raídas pantuflas. Reunió fuerzas y
tomó impulso para levantarse: de un solo intento quedó en pie,
perfectamente erecta, y fue entonces cuando empezó a temer que su
hermoso despertar no fuera más que otra jugada sucia de las pesadillas
que le provocaban el hambre, el calor y la vejez. Un sueño así tengo que
disfrutarlo, pensó, y, como ya estaba segura de que podían ocurrirle
cosas inusuales, aun cuando no fuera su cumpleaños ni el día de la
compra de los mandados, caminó con determinación hacia la cocina y buscó
una revelación en el pomo donde guardaba el café. Con alegría vio que
el recipiente estaba repleto del polvo negro cuya ausencia tanto la
hacía sufrir: su cuota de dos onzas quincenales apenas le alcanzaba para
tres desayunos y los 12 días restantes debía calmar el crujido matinal
de sus tripas con las tizanas de anís, de hojas de naranja o de
cogollitos de anón que solía preparar con mucho azúcar para sentir en su
sangre un poco de energía que la empujara a vivir. Mientras el agua
para el café se calentaba, Alborada buscó en la despensa el cartucho del
polvo de cereal con sabor a tierra que tragaba algunas mañanas y
recibió una sorpresa mayor: allí estaba, invicta, una lata de leche
condensada, con dos vaquitas en la etiqueta y las letras rusas que tan
bien conocía: desde hacía diez años aquella leche cremosa y pesada había
desaparecido de los mercados de la isla y encontrarla allí, dispuesta
para ella, podía ser el mejor de los regalos posibles si no hubiera sido
porque en el fogón, junto al agua que ya hervía con el polvo del café,
Alborada descubrió dos pastelitos de guayaba, de aquellos que cada
mañana de su vida, entre 1933 y 1967, le obsequiara su difunto esposo,
Tobías, hasta que la panadería del barrio fue clausurada por la Ofensiva
Revolucionaria y desaparecieran para siempre los crujientes pastelitos
de guayaba junto con los montecristos de chocolate y las torticas de
Morón. Vale la pena soñar así, se dijo Alborada mientras colaba el café y
recibía el regalo de su aroma vivificante, capaz de despertar a un
muerto. ¿Y si me despierta a mí?, se alarmó la anciana, que optó por
invertir sus hábitos perdidos y comenzó el desayuno devorando los dos
pasteles, para luego beber la leche condensada y dejar para el final la
lenta degustación de aquel café divino, que le resultó más amargo por la
ingestión previa de los pasteles y la leche dulce. Con mucho miedo,
Alborada esperó el despertar fatídico, con dolor en los huesos y
crujidos en las tripas: incluso cerró los ojos, para hacerlo todo del
modo más natural, pero cuando descubrió que en su boca persistía el
sabor del café, comprendió maravillada que no iba a ser fácil salir de
aquel sueño exótico. Cumpliendo un mandato de su piel, Alborada se
desnudó en la cocina: abandonó en una silla la vieja bata de dormir que
ya había perdido todos sus encajes y luego desató el cordón que sostenía
el blúmer sobre los huesos de sus caderas y dejó que éste corriera
hacia el suelo. Aunque se trataba del mejor sueño de su vida, todo
seguía pareciendo tan real que Alborada prefirió no correr el riesgo de
mirar su cuerpo devastado por la vida y el hambre de los últimos años, y
caminó hacia la ducha con la cabeza en alto, dispuesta a bañarse con un
jabón Palmolive, a cepillarse los dientes postizos con pasta Gravy y a
perfumarse con la loción de Avon que había visto por última vez como
regalo de su 48º cumpleaños, allá por 1962. Mientras el agua la
purificaba, Alborada se sintió acompañada. Era una sensación remota,
como todas las que estaba recuperando esa mañana, pues desde la muerte
de Tobías, 22 años atrás, nadie había compartido el baño con ella. "Qué
bueno es no estar sola", dijo en voz alta, pues la sensación de compañía
era tan palpable como cada uno de los pequeños placeres rescatados del
olvido, como la agilidad que volvía a sus músculos fláccidos, como los
deseos de no despertar jamás y vivir eternamente en aquel mundo donde
los pasteles de guayaba, la leche condensada, el jabón Palmolive y,
sobre todo, el café -café puro, sin mezclas horripilantes- resultaban
tan posibles como lo era su ausencia en el otro mundo donde había vivido
en los últimos años. Allá, en la amarga realidad de su vida real, más
de una noche se acostó con hambre y, mientras miraba el cielo estrellado
por las rendijas del techo, tímidamente le había pedido a Dios y a san
Rafael Arcángel que le concedieran una muerte rápida e indolora que la
librara de las pesadillas, del calor y del estreñimiento que le
provocaban los cocimientos matinales cargados de azúcar. -Por eso estoy
aquí -dijo la presencia, y Alborada tuvo la intención de cubrirse, pero
algo la detuvo-. Me alegra que huelas bien... - ¿Eres tú? -preguntó la
anciana. - ¿Quién si no? Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que
están al servicio del Señor. Tú querías que viniera y el Señor me
permitió complacerte... -¿Entonces...? -Sí, Alborada, estás muerta y
vengo a buscarte. Perfúmate bien, que nos vamos al cielo. -Ay, Dios mío
-susurró la anciana más preocupada por la idea de perder lo que hacía
tan poco había recuperado que por el hecho esperado de estar muerta.
-¿Qué pasa? ¿Por qué dudas? Alborada corrió la cortina y vio ante sí a
un mulato alto, luminoso, completamente desnudo, al que le faltaban las
alas que debía tener, pero que entre las piernas lucía una brillante
verga surcada de venas. -No te pareces a él... -dijo, indicando hacia la
esfingie rosada que tenía en el cuarto. -Mejor di que él no se parece a
mí. ¿Es que no te gusto? -No, no es eso... es que irme así, ahora...
-Tú lo pediste. Como hoy es mi día, el Señor me concede escoger a quién
puedo llevarme. Tú eres casi una santa, por eso quise complacerte. -Pero
cuando quería morirme no tenía café, ni pasteles, ni leche... y ahora
que los probé otra vez... -¿Prefieres quedarte por esas tonterías? ¿No
ir al cielo y condenarte al infierno? Alborada sintió temblores. Al fin
asumía que estaba verdaderamente muerta y que los dolores y carencias de
su vida jamás regresarían, pero tampoco regresaría el sabor del café
mezclado que bebía seis mañanas al mes, el olor de la albahaca silvestre
con que sazonaba todas sus comidas, y la expectación por saber con
quién se casaría la muchacha de la telenovela. La vida podía ser
terrible, pero era la vida. -Sí, Alborada, estás muerta y vas al cielo.
-¿Y si no quiero? -se atrevió a preguntar. Ya nada peor podía ocurrirle y
de pronto descubrió que se sentía desinhibida, libre del miedo con el
que siempre había vivido. Lo malo es que esto me pase cuando estoy
muerta, pensó. -Lo siento -se disculpó el arcángel, y por primera vez
sonrió-. Así es la vida: unos van al cielo por valientes; otros, por
cobardes. Ya no hay remedio: yo soy el premio a tu miedo... -Gracias por
tu sinceridad... -susurró la anciana recién muerta, y al fin se atrevió
a mirar su cuerpo: seguía siendo viejo, arrugado, con los huesos a flor
de piel: un mal recuerdo de su otra existencia. Entonces comprendió que
lo mejor era obedecer, como siempre hizo: total, el infierno ya lo
conocía y quizá en el cielo hasta hubiera los pasteles de guayaba y el
café que tanto extrañaba cuando estaba viva y miraba con tristeza la
despensa mustia de su cocina. -¿Puedo hacer algo más antes de irnos?
-Depende, Alborada -musitó el arcángel. -Es muy fácil: quiero ver el
mar, acariciar un perro y quiero oír un danzón. El mulato celestial
volvió a sonreír y Alborada advirtió un rubor en sus mejillas.
-Concedido -dijo-. Con la condición de que me dejes bailar el danzón
contigo. Hace siglos que no bailo. -Será un honor -dijo Alborada, y
pensó que su cobardía había valido la pena. Al fin y al cabo iba al
cielo y Dios le había otorgado la mejor de las muertes posibles:
acompañada por el arcángel Rafael y al ritmo de Almendra, su danzón
favorito.
La muerte feliz de Alborada Almanza
Alborada Almanza despertó suavemente con la sensación de que algo
extraordinario iba a ocurrirle ese día. Apenas abrió los ojos, recibió
la punzada de la premonición y trató de encontrar la causa de aquel
alborozo que la embargaba después de otra mala noche, plagada como
siempre de pesadillas calientes y en colores que ya ni se preocupaba por
recordar. Desde la cama observó el almanaque que ella misma había
fabricado y, aunque el santo del día era su amado san Rafael Arcángel,
la fecha no le resultó reveladora, pues no era su cumpleaños y mucho
menos el día esperado en que despachaban los mandados en la bodega.
Lentamente, para no incomodar la rigidez de la artritis, la anciana se
incorporó en la cama y se calzó las raídas pantuflas. Reunió fuerzas y
tomó impulso para levantarse: de un solo intento quedó en pie,
perfectamente erecta, y fue entonces cuando empezó a temer que su
hermoso despertar no fuera más que otra jugada sucia de las pesadillas
que le provocaban el hambre, el calor y la vejez. Un sueño así tengo que
disfrutarlo, pensó, y, como ya estaba segura de que podían ocurrirle
cosas inusuales, aun cuando no fuera su cumpleaños ni el día de la
compra de los mandados, caminó con determinación hacia la cocina y buscó
una revelación en el pomo donde guardaba el café. Con alegría vio que
el recipiente estaba repleto del polvo negro cuya ausencia tanto la
hacía sufrir: su cuota de dos onzas quincenales apenas le alcanzaba para
tres desayunos y los 12 días restantes debía calmar el crujido matinal
de sus tripas con las tizanas de anís, de hojas de naranja o de
cogollitos de anón que solía preparar con mucho azúcar para sentir en su
sangre un poco de energía que la empujara a vivir. Mientras el agua
para el café se calentaba, Alborada buscó en la despensa el cartucho del
polvo de cereal con sabor a tierra que tragaba algunas mañanas y
recibió una sorpresa mayor: allí estaba, invicta, una lata de leche
condensada, con dos vaquitas en la etiqueta y las letras rusas que tan
bien conocía: desde hacía diez años aquella leche cremosa y pesada había
desaparecido de los mercados de la isla y encontrarla allí, dispuesta
para ella, podía ser el mejor de los regalos posibles si no hubiera sido
porque en el fogón, junto al agua que ya hervía con el polvo del café,
Alborada descubrió dos pastelitos de guayaba, de aquellos que cada
mañana de su vida, entre 1933 y 1967, le obsequiara su difunto esposo,
Tobías, hasta que la panadería del barrio fue clausurada por la Ofensiva
Revolucionaria y desaparecieran para siempre los crujientes pastelitos
de guayaba junto con los montecristos de chocolate y las torticas de
Morón. Vale la pena soñar así, se dijo Alborada mientras colaba el café y
recibía el regalo de su aroma vivificante, capaz de despertar a un
muerto. ¿Y si me despierta a mí?, se alarmó la anciana, que optó por
invertir sus hábitos perdidos y comenzó el desayuno devorando los dos
pasteles, para luego beber la leche condensada y dejar para el final la
lenta degustación de aquel café divino, que le resultó más amargo por la
ingestión previa de los pasteles y la leche dulce. Con mucho miedo,
Alborada esperó el despertar fatídico, con dolor en los huesos y
crujidos en las tripas: incluso cerró los ojos, para hacerlo todo del
modo más natural, pero cuando descubrió que en su boca persistía el
sabor del café, comprendió maravillada que no iba a ser fácil salir de
aquel sueño exótico. Cumpliendo un mandato de su piel, Alborada se
desnudó en la cocina: abandonó en una silla la vieja bata de dormir que
ya había perdido todos sus encajes y luego desató el cordón que sostenía
el blúmer sobre los huesos de sus caderas y dejó que éste corriera
hacia el suelo. Aunque se trataba del mejor sueño de su vida, todo
seguía pareciendo tan real que Alborada prefirió no correr el riesgo de
mirar su cuerpo devastado por la vida y el hambre de los últimos años, y
caminó hacia la ducha con la cabeza en alto, dispuesta a bañarse con un
jabón Palmolive, a cepillarse los dientes postizos con pasta Gravy y a
perfumarse con la loción de Avon que había visto por última vez como
regalo de su 48º cumpleaños, allá por 1962. Mientras el agua la
purificaba, Alborada se sintió acompañada. Era una sensación remota,
como todas las que estaba recuperando esa mañana, pues desde la muerte
de Tobías, 22 años atrás, nadie había compartido el baño con ella. "Qué
bueno es no estar sola", dijo en voz alta, pues la sensación de compañía
era tan palpable como cada uno de los pequeños placeres rescatados del
olvido, como la agilidad que volvía a sus músculos fláccidos, como los
deseos de no despertar jamás y vivir eternamente en aquel mundo donde
los pasteles de guayaba, la leche condensada, el jabón Palmolive y,
sobre todo, el café -café puro, sin mezclas horripilantes- resultaban
tan posibles como lo era su ausencia en el otro mundo donde había vivido
en los últimos años. Allá, en la amarga realidad de su vida real, más
de una noche se acostó con hambre y, mientras miraba el cielo estrellado
por las rendijas del techo, tímidamente le había pedido a Dios y a san
Rafael Arcángel que le concedieran una muerte rápida e indolora que la
librara de las pesadillas, del calor y del estreñimiento que le
provocaban los cocimientos matinales cargados de azúcar. -Por eso estoy
aquí -dijo la presencia, y Alborada tuvo la intención de cubrirse, pero
algo la detuvo-. Me alegra que huelas bien... - ¿Eres tú? -preguntó la
anciana. - ¿Quién si no? Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que
están al servicio del Señor. Tú querías que viniera y el Señor me
permitió complacerte... -¿Entonces...? -Sí, Alborada, estás muerta y
vengo a buscarte. Perfúmate bien, que nos vamos al cielo. -Ay, Dios mío
-susurró la anciana más preocupada por la idea de perder lo que hacía
tan poco había recuperado que por el hecho esperado de estar muerta.
-¿Qué pasa? ¿Por qué dudas? Alborada corrió la cortina y vio ante sí a
un mulato alto, luminoso, completamente desnudo, al que le faltaban las
alas que debía tener, pero que entre las piernas lucía una brillante
verga surcada de venas. -No te pareces a él... -dijo, indicando hacia la
esfingie rosada que tenía en el cuarto. -Mejor di que él no se parece a
mí. ¿Es que no te gusto? -No, no es eso... es que irme así, ahora...
-Tú lo pediste. Como hoy es mi día, el Señor me concede escoger a quién
puedo llevarme. Tú eres casi una santa, por eso quise complacerte. -Pero
cuando quería morirme no tenía café, ni pasteles, ni leche... y ahora
que los probé otra vez... -¿Prefieres quedarte por esas tonterías? ¿No
ir al cielo y condenarte al infierno? Alborada sintió temblores. Al fin
asumía que estaba verdaderamente muerta y que los dolores y carencias de
su vida jamás regresarían, pero tampoco regresaría el sabor del café
mezclado que bebía seis mañanas al mes, el olor de la albahaca silvestre
con que sazonaba todas sus comidas, y la expectación por saber con
quién se casaría la muchacha de la telenovela. La vida podía ser
terrible, pero era la vida. -Sí, Alborada, estás muerta y vas al cielo.
-¿Y si no quiero? -se atrevió a preguntar. Ya nada peor podía ocurrirle y
de pronto descubrió que se sentía desinhibida, libre del miedo con el
que siempre había vivido. Lo malo es que esto me pase cuando estoy
muerta, pensó. -Lo siento -se disculpó el arcángel, y por primera vez
sonrió-. Así es la vida: unos van al cielo por valientes; otros, por
cobardes. Ya no hay remedio: yo soy el premio a tu miedo... -Gracias por
tu sinceridad... -susurró la anciana recién muerta, y al fin se atrevió
a mirar su cuerpo: seguía siendo viejo, arrugado, con los huesos a flor
de piel: un mal recuerdo de su otra existencia. Entonces comprendió que
lo mejor era obedecer, como siempre hizo: total, el infierno ya lo
conocía y quizá en el cielo hasta hubiera los pasteles de guayaba y el
café que tanto extrañaba cuando estaba viva y miraba con tristeza la
despensa mustia de su cocina. -¿Puedo hacer algo más antes de irnos?
-Depende, Alborada -musitó el arcángel. -Es muy fácil: quiero ver el
mar, acariciar un perro y quiero oír un danzón. El mulato celestial
volvió a sonreír y Alborada advirtió un rubor en sus mejillas.
-Concedido -dijo-. Con la condición de que me dejes bailar el danzón
contigo. Hace siglos que no bailo. -Será un honor -dijo Alborada, y
pensó que su cobardía había valido la pena. Al fin y al cabo iba al
cielo y Dios le había otorgado la mejor de las muertes posibles:
acompañada por el arcángel Rafael y al ritmo de Almendra, su danzón
favorito.
La muerte feliz de Alborada Almanza
Alborada Almanza despertó suavemente con la sensación de que algo
extraordinario iba a ocurrirle ese día. Apenas abrió los ojos, recibió
la punzada de la premonición y trató de encontrar la causa de aquel
alborozo que la embargaba después de otra mala noche, plagada como
siempre de pesadillas calientes y en colores que ya ni se preocupaba por
recordar. Desde la cama observó el almanaque que ella misma había
fabricado y, aunque el santo del día era su amado san Rafael Arcángel,
la fecha no le resultó reveladora, pues no era su cumpleaños y mucho
menos el día esperado en que despachaban los mandados en la bodega.
Lentamente, para no incomodar la rigidez de la artritis, la anciana se
incorporó en la cama y se calzó las raídas pantuflas. Reunió fuerzas y
tomó impulso para levantarse: de un solo intento quedó en pie,
perfectamente erecta, y fue entonces cuando empezó a temer que su
hermoso despertar no fuera más que otra jugada sucia de las pesadillas
que le provocaban el hambre, el calor y la vejez. Un sueño así tengo que
disfrutarlo, pensó, y, como ya estaba segura de que podían ocurrirle
cosas inusuales, aun cuando no fuera su cumpleaños ni el día de la
compra de los mandados, caminó con determinación hacia la cocina y buscó
una revelación en el pomo donde guardaba el café. Con alegría vio que
el recipiente estaba repleto del polvo negro cuya ausencia tanto la
hacía sufrir: su cuota de dos onzas quincenales apenas le alcanzaba para
tres desayunos y los 12 días restantes debía calmar el crujido matinal
de sus tripas con las tizanas de anís, de hojas de naranja o de
cogollitos de anón que solía preparar con mucho azúcar para sentir en su
sangre un poco de energía que la empujara a vivir. Mientras el agua
para el café se calentaba, Alborada buscó en la despensa el cartucho del
polvo de cereal con sabor a tierra que tragaba algunas mañanas y
recibió una sorpresa mayor: allí estaba, invicta, una lata de leche
condensada, con dos vaquitas en la etiqueta y las letras rusas que tan
bien conocía: desde hacía diez años aquella leche cremosa y pesada había
desaparecido de los mercados de la isla y encontrarla allí, dispuesta
para ella, podía ser el mejor de los regalos posibles si no hubiera sido
porque en el fogón, junto al agua que ya hervía con el polvo del café,
Alborada descubrió dos pastelitos de guayaba, de aquellos que cada
mañana de su vida, entre 1933 y 1967, le obsequiara su difunto esposo,
Tobías, hasta que la panadería del barrio fue clausurada por la Ofensiva
Revolucionaria y desaparecieran para siempre los crujientes pastelitos
de guayaba junto con los montecristos de chocolate y las torticas de
Morón. Vale la pena soñar así, se dijo Alborada mientras colaba el café y
recibía el regalo de su aroma vivificante, capaz de despertar a un
muerto. ¿Y si me despierta a mí?, se alarmó la anciana, que optó por
invertir sus hábitos perdidos y comenzó el desayuno devorando los dos
pasteles, para luego beber la leche condensada y dejar para el final la
lenta degustación de aquel café divino, que le resultó más amargo por la
ingestión previa de los pasteles y la leche dulce. Con mucho miedo,
Alborada esperó el despertar fatídico, con dolor en los huesos y
crujidos en las tripas: incluso cerró los ojos, para hacerlo todo del
modo más natural, pero cuando descubrió que en su boca persistía el
sabor del café, comprendió maravillada que no iba a ser fácil salir de
aquel sueño exótico. Cumpliendo un mandato de su piel, Alborada se
desnudó en la cocina: abandonó en una silla la vieja bata de dormir que
ya había perdido todos sus encajes y luego desató el cordón que sostenía
el blúmer sobre los huesos de sus caderas y dejó que éste corriera
hacia el suelo. Aunque se trataba del mejor sueño de su vida, todo
seguía pareciendo tan real que Alborada prefirió no correr el riesgo de
mirar su cuerpo devastado por la vida y el hambre de los últimos años, y
caminó hacia la ducha con la cabeza en alto, dispuesta a bañarse con un
jabón Palmolive, a cepillarse los dientes postizos con pasta Gravy y a
perfumarse con la loción de Avon que había visto por última vez como
regalo de su 48º cumpleaños, allá por 1962. Mientras el agua la
purificaba, Alborada se sintió acompañada. Era una sensación remota,
como todas las que estaba recuperando esa mañana, pues desde la muerte
de Tobías, 22 años atrás, nadie había compartido el baño con ella. "Qué
bueno es no estar sola", dijo en voz alta, pues la sensación de compañía
era tan palpable como cada uno de los pequeños placeres rescatados del
olvido, como la agilidad que volvía a sus músculos fláccidos, como los
deseos de no despertar jamás y vivir eternamente en aquel mundo donde
los pasteles de guayaba, la leche condensada, el jabón Palmolive y,
sobre todo, el café -café puro, sin mezclas horripilantes- resultaban
tan posibles como lo era su ausencia en el otro mundo donde había vivido
en los últimos años. Allá, en la amarga realidad de su vida real, más
de una noche se acostó con hambre y, mientras miraba el cielo estrellado
por las rendijas del techo, tímidamente le había pedido a Dios y a san
Rafael Arcángel que le concedieran una muerte rápida e indolora que la
librara de las pesadillas, del calor y del estreñimiento que le
provocaban los cocimientos matinales cargados de azúcar. -Por eso estoy
aquí -dijo la presencia, y Alborada tuvo la intención de cubrirse, pero
algo la detuvo-. Me alegra que huelas bien... - ¿Eres tú? -preguntó la
anciana. - ¿Quién si no? Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que
están al servicio del Señor. Tú querías que viniera y el Señor me
permitió complacerte... -¿Entonces...? -Sí, Alborada, estás muerta y
vengo a buscarte. Perfúmate bien, que nos vamos al cielo. -Ay, Dios mío
-susurró la anciana más preocupada por la idea de perder lo que hacía
tan poco había recuperado que por el hecho esperado de estar muerta.
-¿Qué pasa? ¿Por qué dudas? Alborada corrió la cortina y vio ante sí a
un mulato alto, luminoso, completamente desnudo, al que le faltaban las
alas que debía tener, pero que entre las piernas lucía una brillante
verga surcada de venas. -No te pareces a él... -dijo, indicando hacia la
esfingie rosada que tenía en el cuarto. -Mejor di que él no se parece a
mí. ¿Es que no te gusto? -No, no es eso... es que irme así, ahora...
-Tú lo pediste. Como hoy es mi día, el Señor me concede escoger a quién
puedo llevarme. Tú eres casi una santa, por eso quise complacerte. -Pero
cuando quería morirme no tenía café, ni pasteles, ni leche... y ahora
que los probé otra vez... -¿Prefieres quedarte por esas tonterías? ¿No
ir al cielo y condenarte al infierno? Alborada sintió temblores. Al fin
asumía que estaba verdaderamente muerta y que los dolores y carencias de
su vida jamás regresarían, pero tampoco regresaría el sabor del café
mezclado que bebía seis mañanas al mes, el olor de la albahaca silvestre
con que sazonaba todas sus comidas, y la expectación por saber con
quién se casaría la muchacha de la telenovela. La vida podía ser
terrible, pero era la vida. -Sí, Alborada, estás muerta y vas al cielo.
-¿Y si no quiero? -se atrevió a preguntar. Ya nada peor podía ocurrirle y
de pronto descubrió que se sentía desinhibida, libre del miedo con el
que siempre había vivido. Lo malo es que esto me pase cuando estoy
muerta, pensó. -Lo siento -se disculpó el arcángel, y por primera vez
sonrió-. Así es la vida: unos van al cielo por valientes; otros, por
cobardes. Ya no hay remedio: yo soy el premio a tu miedo... -Gracias por
tu sinceridad... -susurró la anciana recién muerta, y al fin se atrevió
a mirar su cuerpo: seguía siendo viejo, arrugado, con los huesos a flor
de piel: un mal recuerdo de su otra existencia. Entonces comprendió que
lo mejor era obedecer, como siempre hizo: total, el infierno ya lo
conocía y quizá en el cielo hasta hubiera los pasteles de guayaba y el
café que tanto extrañaba cuando estaba viva y miraba con tristeza la
despensa mustia de su cocina. -¿Puedo hacer algo más antes de irnos?
-Depende, Alborada -musitó el arcángel. -Es muy fácil: quiero ver el
mar, acariciar un perro y quiero oír un danzón. El mulato celestial
volvió a sonreír y Alborada advirtió un rubor en sus mejillas.
-Concedido -dijo-. Con la condición de que me dejes bailar el danzón
contigo. Hace siglos que no bailo. -Será un honor -dijo Alborada, y
pensó que su cobardía había valido la pena. Al fin y al cabo iba al
cielo y Dios le había otorgado la mejor de las muertes posibles:
acompañada por el arcángel Rafael y al ritmo de Almendra, su danzón
favorito.
La muerte feliz de Alborada Almanza
Alborada Almanza despertó suavemente con la sensación de que algo
extraordinario iba a ocurrirle ese día. Apenas abrió los ojos, recibió
la punzada de la premonición y trató de encontrar la causa de aquel
alborozo que la embargaba después de otra mala noche, plagada como
siempre de pesadillas calientes y en colores que ya ni se preocupaba por
recordar. Desde la cama observó el almanaque que ella misma había
fabricado y, aunque el santo del día era su amado san Rafael Arcángel,
la fecha no le resultó reveladora, pues no era su cumpleaños y mucho
menos el día esperado en que despachaban los mandados en la bodega.
Lentamente, para no incomodar la rigidez de la artritis, la anciana se
incorporó en la cama y se calzó las raídas pantuflas. Reunió fuerzas y
tomó impulso para levantarse: de un solo intento quedó en pie,
perfectamente erecta, y fue entonces cuando empezó a temer que su
hermoso despertar no fuera más que otra jugada sucia de las pesadillas
que le provocaban el hambre, el calor y la vejez. Un sueño así tengo que
disfrutarlo, pensó, y, como ya estaba segura de que podían ocurrirle
cosas inusuales, aun cuando no fuera su cumpleaños ni el día de la
compra de los mandados, caminó con determinación hacia la cocina y buscó
una revelación en el pomo donde guardaba el café. Con alegría vio que
el recipiente estaba repleto del polvo negro cuya ausencia tanto la
hacía sufrir: su cuota de dos onzas quincenales apenas le alcanzaba para
tres desayunos y los 12 días restantes debía calmar el crujido matinal
de sus tripas con las tizanas de anís, de hojas de naranja o de
cogollitos de anón que solía preparar con mucho azúcar para sentir en su
sangre un poco de energía que la empujara a vivir. Mientras el agua
para el café se calentaba, Alborada buscó en la despensa el cartucho del
polvo de cereal con sabor a tierra que tragaba algunas mañanas y
recibió una sorpresa mayor: allí estaba, invicta, una lata de leche
condensada, con dos vaquitas en la etiqueta y las letras rusas que tan
bien conocía: desde hacía diez años aquella leche cremosa y pesada había
desaparecido de los mercados de la isla y encontrarla allí, dispuesta
para ella, podía ser el mejor de los regalos posibles si no hubiera sido
porque en el fogón, junto al agua que ya hervía con el polvo del café,
Alborada descubrió dos pastelitos de guayaba, de aquellos que cada
mañana de su vida, entre 1933 y 1967, le obsequiara su difunto esposo,
Tobías, hasta que la panadería del barrio fue clausurada por la Ofensiva
Revolucionaria y desaparecieran para siempre los crujientes pastelitos
de guayaba junto con los montecristos de chocolate y las torticas de
Morón. Vale la pena soñar así, se dijo Alborada mientras colaba el café y
recibía el regalo de su aroma vivificante, capaz de despertar a un
muerto. ¿Y si me despierta a mí?, se alarmó la anciana, que optó por
invertir sus hábitos perdidos y comenzó el desayuno devorando los dos
pasteles, para luego beber la leche condensada y dejar para el final la
lenta degustación de aquel café divino, que le resultó más amargo por la
ingestión previa de los pasteles y la leche dulce. Con mucho miedo,
Alborada esperó el despertar fatídico, con dolor en los huesos y
crujidos en las tripas: incluso cerró los ojos, para hacerlo todo del
modo más natural, pero cuando descubrió que en su boca persistía el
sabor del café, comprendió maravillada que no iba a ser fácil salir de
aquel sueño exótico. Cumpliendo un mandato de su piel, Alborada se
desnudó en la cocina: abandonó en una silla la vieja bata de dormir que
ya había perdido todos sus encajes y luego desató el cordón que sostenía
el blúmer sobre los huesos de sus caderas y dejó que éste corriera
hacia el suelo. Aunque se trataba del mejor sueño de su vida, todo
seguía pareciendo tan real que Alborada prefirió no correr el riesgo de
mirar su cuerpo devastado por la vida y el hambre de los últimos años, y
caminó hacia la ducha con la cabeza en alto, dispuesta a bañarse con un
jabón Palmolive, a cepillarse los dientes postizos con pasta Gravy y a
perfumarse con la loción de Avon que había visto por última vez como
regalo de su 48º cumpleaños, allá por 1962. Mientras el agua la
purificaba, Alborada se sintió acompañada. Era una sensación remota,
como todas las que estaba recuperando esa mañana, pues desde la muerte
de Tobías, 22 años atrás, nadie había compartido el baño con ella. "Qué
bueno es no estar sola", dijo en voz alta, pues la sensación de compañía
era tan palpable como cada uno de los pequeños placeres rescatados del
olvido, como la agilidad que volvía a sus músculos fláccidos, como los
deseos de no despertar jamás y vivir eternamente en aquel mundo donde
los pasteles de guayaba, la leche condensada, el jabón Palmolive y,
sobre todo, el café -café puro, sin mezclas horripilantes- resultaban
tan posibles como lo era su ausencia en el otro mundo donde había vivido
en los últimos años. Allá, en la amarga realidad de su vida real, más
de una noche se acostó con hambre y, mientras miraba el cielo estrellado
por las rendijas del techo, tímidamente le había pedido a Dios y a san
Rafael Arcángel que le concedieran una muerte rápida e indolora que la
librara de las pesadillas, del calor y del estreñimiento que le
provocaban los cocimientos matinales cargados de azúcar. -Por eso estoy
aquí -dijo la presencia, y Alborada tuvo la intención de cubrirse, pero
algo la detuvo-. Me alegra que huelas bien... - ¿Eres tú? -preguntó la
anciana. - ¿Quién si no? Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que
están al servicio del Señor. Tú querías que viniera y el Señor me
permitió complacerte... -¿Entonces...? -Sí, Alborada, estás muerta y
vengo a buscarte. Perfúmate bien, que nos vamos al cielo. -Ay, Dios mío
-susurró la anciana más preocupada por la idea de perder lo que hacía
tan poco había recuperado que por el hecho esperado de estar muerta.
-¿Qué pasa? ¿Por qué dudas? Alborada corrió la cortina y vio ante sí a
un mulato alto, luminoso, completamente desnudo, al que le faltaban las
alas que debía tener, pero que entre las piernas lucía una brillante
verga surcada de venas. -No te pareces a él... -dijo, indicando hacia la
esfingie rosada que tenía en el cuarto. -Mejor di que él no se parece a
mí. ¿Es que no te gusto? -No, no es eso... es que irme así, ahora...
-Tú lo pediste. Como hoy es mi día, el Señor me concede escoger a quién
puedo llevarme. Tú eres casi una santa, por eso quise complacerte. -Pero
cuando quería morirme no tenía café, ni pasteles, ni leche... y ahora
que los probé otra vez... -¿Prefieres quedarte por esas tonterías? ¿No
ir al cielo y condenarte al infierno? Alborada sintió temblores. Al fin
asumía que estaba verdaderamente muerta y que los dolores y carencias de
su vida jamás regresarían, pero tampoco regresaría el sabor del café
mezclado que bebía seis mañanas al mes, el olor de la albahaca silvestre
con que sazonaba todas sus comidas, y la expectación por saber con
quién se casaría la muchacha de la telenovela. La vida podía ser
terrible, pero era la vida. -Sí, Alborada, estás muerta y vas al cielo.
-¿Y si no quiero? -se atrevió a preguntar. Ya nada peor podía ocurrirle y
de pronto descubrió que se sentía desinhibida, libre del miedo con el
que siempre había vivido. Lo malo es que esto me pase cuando estoy
muerta, pensó. -Lo siento -se disculpó el arcángel, y por primera vez
sonrió-. Así es la vida: unos van al cielo por valientes; otros, por
cobardes. Ya no hay remedio: yo soy el premio a tu miedo... -Gracias por
tu sinceridad... -susurró la anciana recién muerta, y al fin se atrevió
a mirar su cuerpo: seguía siendo viejo, arrugado, con los huesos a flor
de piel: un mal recuerdo de su otra existencia. Entonces comprendió que
lo mejor era obedecer, como siempre hizo: total, el infierno ya lo
conocía y quizá en el cielo hasta hubiera los pasteles de guayaba y el
café que tanto extrañaba cuando estaba viva y miraba con tristeza la
despensa mustia de su cocina. -¿Puedo hacer algo más antes de irnos?
-Depende, Alborada -musitó el arcángel. -Es muy fácil: quiero ver el
mar, acariciar un perro y quiero oír un danzón. El mulato celestial
volvió a sonreír y Alborada advirtió un rubor en sus mejillas.
-Concedido -dijo-. Con la condición de que me dejes bailar el danzón
contigo. Hace siglos que no bailo. -Será un honor -dijo Alborada, y
pensó que su cobardía había valido la pena. Al fin y al cabo iba al
cielo y Dios le había otorgado la mejor de las muertes posibles:
acompañada por el arcángel Rafael y al ritmo de Almendra, su danzón
favorito.
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